Jorge G. Castañeda
Los tres candidatos a la presidencia ya confirmados se han dado hasta con la cubeta estos últimos días a propósito de la corrupción. El PRI y el gobierno le pegan a Anaya y a López Obrador, para darle sustento a la tesis que en México todos los políticos son corruptos, y los priistas no son peores que otros. Anaya acusa a Meade de ser cómplice –en el mejor de los casos– y beneficiario –en el peor– del modus operandi del gobierno de Peña Nieto estos años: desvío de recursos de Hacienda a la Sedesol o a la Sedatu (o a la SRE también, con Juntos Podemos), desde donde se transfieren a empresas fantasma (tipo ‘estafa maestra’ o Chihuahua) para ser canalizados a las campañas del PRI. AMLO sostiene también que todos son corruptos, pero él no. Cesará la corrupción en México porque habrá cesado en Los Pinos. Y Meade golpea a AMLO con el argumento de que se rodea de gente como Elba Esther Gordillo y Napoleón Gómez Urrutia, supuestos íconos de la corrupción sindical en México.
El primer punto que vale la pena destacar es que las denuncias –y los pecados– son de naturaleza distinta. Los ataques de AMLO y Meade a Anaya abarcan el supuesto lavado de dinero de un particular que le compra un bien a otro, y una supuesta ganancia excesiva en la venta correspondiente. A menos de que resulte que Anaya no pagó impuestos sobre esa ganancia, no hay daño al erario. Lo mismo sucede con la embestida en un spot de Meade contra AMLO: tal vez sea una mala idea de López Obrador aliarse con la maestra y ‘Napito’, pero es sólo eso: una mala idea. No hay daño al erario. Finalmente las críticas de Anaya a AMLO también se estrellan contra esta pared: perdonar a los corruptos del pasado puede ser una garantía de impunidad futura, y de corrupción mayor en el porvenir, pero por ahora no es, per se, un acto corrupto.
En segundo término, las magnitudes involucradas también son diferentes. Aún si alguien cree el cuento del gobierno de que Anaya inventó toda la operación de compra-venta para allegarse 54 millones de pesos, y convenció al notario a que se prestara a ello, al comprador también, al Registro Público de la Propiedad también; es decir, aún si Anaya siguiera siendo el dueño del predio, se trata de una ínfima cantidad de dinero. Los desvíos de Meade y de Rosario Robles desde la Sedesol implican hasta tres mil millones de pesos sobre varios años. En el Edomex, en Chiapas, en Zacatecas y varios estados más, se trata de enormes sumas de recursos públicos desviados a las campañas o los bolsillos de sujetos privados. Ojalá la PGR, el SAT y la CNBV actuaran con la misma rapidez con Sedesol y Sedatu como la que han mostrado con Anaya y Barreiro.
Además, en el caso de estos últimos, las acusaciones provienen de particulares anónimos, de la PGR en manos de Peña Nieto y de Meade, y del aparato de Hacienda. En el caso de Robles y Meade, el origen son las revisiones de la Cuenta Pública llevadas a cabo cada año por la Auditoría Superior de la Federación. No son comparables el uso descarado del aparato de Estado para atacar a un candidato, que un ejercicio ordinario, previsto por la ley y realizado cada año, por un ente en teoría autónomo, pero de cualquier manera no subordinado al Poder Ejecutivo.
No todas las corrupciones son iguales, sobre todo cuando dos no lo son, y una sí.