Jorge G. Castañeda
Uno de los debates soterrados, pero no menos trascendentes, en el México de López Obrador consiste en la posición del empresariado mexicano frente al régimen que se auto-denomina de la Cuarta Transformación (4T). Sostuve hace pocos días una discusión al respecto en Madrid con Héctor Aguilar Camín, que entre otros presenció Felipe González, quien la siguió con el interés emanado de su larga experiencia tratando con empresarios de México. Resumo y desarrollo mi propia postura al respecto; Aguilar Camín ha expuesto la suya en sus columnas en Milenio y, una vez no es costumbre, nuestros enfoques no concuerdan del todo.
Quienes siguen de cerca los acontecimientos recientes en México habrán notado que existe una contradicción sensible, si no es que flagrante, entre la posición pública de las organizaciones empresariales y sus principales personajes, y lo que uno esperaría de ellos frente a un gobierno considerado por sí mismo, y por los magnates, como de izquierda. No solo no confrontan al gobierno, sino que subrayan, en recurrentes expresiones públicas, su disposición a cooperar, a apoyar y a invertir en el México nuevo de la 4T. Asisten a almuerzos en Palacio Nacional, solos o en grupo; López Obrador acude a cenas en casas de algunos de quienes eran sus más férreos adversarios hasta hace muy poco. Los hombres y mujeres del dinero repiten hasta el cansancio que comparten las definiciones presidenciales contra la corrupción, la pobreza, la desigualdad y la violencia, así como aquellas en favor del Estado de derecho o la inclusión.
¿Por qué sorprende esta cercanía? López Obrador ha hecho campaña desde el año 2005 con un programa que él cataloga como de izquierda. En el gobierno, aumentó el salario mínimo 16% en todo el país, y 100% en la franja fronteriza. Canceló la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, denuncia con frecuencia las prácticas y la voracidad de los ricos, conservadores o “fifis”. Ha buscado encarcelar a empresarios, abogados o funcionarios vinculados a negocios que involucraron a hombres de empresas en sexenios pasados. Aunque muchos analistas o intelectuales mexicanos ponen en duda el carácter de “izquierda” del gobierno, esa discusión es ajena al sector de negocios. La única excepción ante este consenso empresarial sobre la necesidad de llevar la fiesta en paz con el régimen proviene de Gustavo de Hoyos, el dirigente de la COPARMEX. Se trata de la organización de las pequeñas y medianas empresas del país, con una larga tradición de posiciones anti-priistas o contrarias a las posiciones de la izquierda tradicional.
La explicación que ofrecen las personas del dinero y sus representantes sobre esta extraña buena voluntad para con un proyecto contrario a sus inclinaciones ideológicas, y en algunos casos a sus intereses, es sencilla y para nada absurda. Tratándose de un mandatario insular, sin ninguna experiencia de gobierno federal o legislativa, rodeado de colaboradores en el mejor de los casos inexpertos, y que no suelen contradecirlo, poder hablarle directamente con él resulta invaluable. Pero siendo como es López Obrador, piensan ellos, esa posibilidad se cancela si comienza una guerra de pública de palabras entre el empresariado y el presidente; simplemente dejará de escucharlos. Lo mismo sucederá si el empresariado favorece a los partidos de oposición, a los medios de comunicación críticos, o a las organizaciones de la sociedad civil adversas al régimen. López Obrador tiene la piel muy delgada, piensan los magnates, y probablemente acierten. Además, dado el carácter concesionario de buena parte de las empresas mexicanas -telecomunicaciones, minería, transporte-, a diferencia de las multinacionales que operan en el país, el riesgo de represalias no es despreciable. Más aún, oponerse al gobierno de López Obrador serviría de poco. La oposición se halla desarmada, debilitada y dividida. Mejor impedir daños mayores, tratar de evitar errores garrafales, y en algunos casos aislados, convencer al presidente de encaminarse hacia decisiones correctas.
Este enfoque pierde de vista varias perspectivas. En primer lugar, omite el costo de oportunidad de la postura empresarial. No enfrentarse a AMLO; no apoyar a la crítica o a la oposición; no aumentar el respaldo a la sociedad civil organizada; no discrepar del presidente en público: todas estas omisiones dejan un vacío imposible de llenar en un país tan oligopólico y tan desigual. Lo que el empresariado no haga, nadie más lo hace.
En segundo lugar, el elevado costo del silencio de los sectores más pudientes de la sociedad puede no servir de nada. No es de ninguna manera evidente que López Obrador haga caso. Escucha con cordialidad, toma nota con cortesía, en contadas ocasiones atiende lo que se le dice. Pero a lo largo de los años ha mostrado más bien una fuerte obcecación –o tenacidad, si se prefiere- en sus cometidos. Se aferra a sus propósitos, a sus ideas fijas, a sus ocurrencias. No de ahora, sino desde hace 20 años. Los empresarios pueden tener la impresión que oye lo que le dicen al oído; la historia sugiere lo contrario.
En tercer lugar, para el resto de la sociedad mexicana, la cercanía entre las grandes empresas y la presidencia puede parecer, o desembocar en, una sensación de desamparo. Si los más fuertes y poderosos se pliegan, se callan y se resignan ¿quién soy yo para hacer lo contrario? Profesionistas, pequeños y medianos empresarios, activistas sociales de derechos humanos y de migrantes, intelectuales y periodistas, la iglesia y la comunidad internacional pueden llegar a sentir que están solos si censuran o se enfrentan al gobierno, por las razones que fueran. Tendrían razón: sin el apoyo del empresariado, se van a encontrar solos.
Por último, existe una fuerte dosis de hipocresía en esta postura empresarial. Las cifras económicas, las anécdotas, los informes de las empresas sugieren sin mayor riesgo de equivocarse que la inversión privada en México se halla paralizada desde hace más de un año. Algunos sectores –la construcción- padecen este estancamiento más que otros –la industria automotriz. Los capitanes de industria visitan al presidente, le prometen el oro y el moro, para después, con toda tranquilidad, dirigir sus inversiones hacia actividades fuera del país. Eso no es sano para nadie.
Existe una tercera vía. No está bien vista por el empresariado, ya que contradice la cuarta vía: hacer las cosas a la mexicana, es decir, en público ser conciliatorios con el gobierno, y en privado y en secreto apoyar ciertas causas opositoras. La tercera vía consiste justamente en lo contrario. Implicaría mantener la posición de entendimiento y cooperación con López Obrador, tanto en público como en privado, pero al mismo tiempo apoyar abiertamente causas, organizaciones, medios de comunicación e instituciones identificadas con la crítica al gobierno. El apoyo debiera ser público, político, económico y significativo. Ejemplos de destinatarios de dicho respaldo son los organismos autónomos creados a lo largo de los últimos treinta años en México, y que han sido objeto de ataques virulentos por parte de López Obrador; las organizaciones de la sociedad civil dedicadas a investigar y denunciar hechos de corrupción, pasada y presente, violaciones a los derechos humanos y estragos ambientales; periódicos y revistas anteriormente apoyados por sucesivos gobiernos (para bien y para mal), y que ahora pueden desaparecer; y universidades públicas y privadas amenazadas por los intentos de domesticación oficiales. Sobran otros ejemplos.
Si López Obrador acepta esta postura de doble carril, enhorabuena. Todo el mundo sale ganando. En caso de que AMLO rechace la compatibilidad de la cooperación pública con el apoyo explícito a la crítica, la independencia o la oposición, será evidente para todos el tipo de régimen del que se trata. A partir de allí, cada quien podrá escoger el camino que más le conviene, pero ya sin ilusiones. Estas últimas, como se ha visto en otros países de la región durante la historia reciente, son devastadoras.