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A seis meses de la elección de Estados Unidos

Si uno ve las encuestas de Real Clear Politics sobre las elecciones en Estados Unidos para la presidencia en noviembre, hoy en día se desprenden dos conclusiones evidentes. En primer lugar, a nivel nacional, el candidato demócrata, Joe Biden, lleva una ventaja de entre seis y ocho puntos a Donald Trump, es decir, entre el doble y el triple del margen de ganancia que tuvo Hillary Clinton sobre Trump en 2016, en lo que al voto popular se refiere. En segundo lugar, en los principales estados llamados de “batalla” —Michigan, Pensilvania, Wisconsin, Florida, Arizona, Carolina del Norte— Biden lleva una suficiente ventaja de entre tres y ocho puntos, dependiendo del estado y de la encuesta, para que pueda sentirse seguro de transformar su ventaja nacional en el voto popular, en una ventaja estatal en el llamado Colegio Electoral. Esto significa que si la elección fuera hoy, Biden ganaría.

Ilustración: Oldemar González

Huelga decir que esta conclusión es altamente especulativa, si no es que temeraria. Por las razones evidentes que todo el mundo conoce. Faltan cinco meses y pico. No sabemos si la economía norteamericana va a repuntar en el tercer trimestre o no. Sigue siendo impredecible la conclusión que la sociedad norteamericana saque de la gestión de Trump en la crisis del coronavirus: una buena gestión de una desgracia ajena, o una mala gestión de algo imprevisto, impredecible y ajeno, pero que Trump empeoró en lugar de mejorar. Y tampoco sabemos cuáles serán los elementos aleatorios que surgirán a lo largo de estos meses.

Entre estos últimos figuran la calidad y el desempeño de Biden en la campaña y en particular cómo le hará para hacer campaña desde lo que llaman el “sótano de su casa”, en vista de que no puede salir a saludar, tocar, besar, abrazar, platicar con la gente, al estilo de López Obrador. En ese aspecto Biden se parece mucho al presidente mexicano. Tampoco sabemos cuál será su decisión para elegir a su mancuerna como vicepresidente, pero sí sabemos que será mucho más importante ahora que en otros momentos de la historia de Estados Unidos, porque Biden a los 77 años será evidentemente un presidente de un solo mandato, como él mismo lo ha insinuado. Y sobre todo, no sabemos si en la campaña, Biden, gracias a sus alianzas con Sanders, Elizabeth Warren, Alexandria Ocasio-Cortez, podrá movilizar al electorado joven, al electorado femenino, al electorado negro o al electorado latino, de tal suerte que la participación de todos estos sectores del universo electoral norteamericano salgan a votar por él y le den el triunfo sobre Trump.

Dicho todo esto, es obvio que en cualquier caso, la elección es impredecible. Y si hubiera que apostar, Biden sería el próximo presidente. Obviamente el gobierno de México, a diferencia de un comentócrata cualquiera como yo, no puede permitirse ese lujo. No debe apostar. Peña y Videgaray lo hicieron con Trump. No les salió del todo mal la jugada en cuanto a Trump se refiere, pero si muy mal en cuanto a México se refiere. En algún momento algún estudioso nos dirá que tanto pesó en la debacle de Peña en el 2018, el haber invitado a Trump a México en el 2016.

Pero en todo caso, lo peor que podría hacer el gobierno de López Obrador hoy, es volver a apostarle a Trump hoy como lo hizo Peña Nieto. No es un buen negocio en Estados Unidos, y probablemente sea un mal negocio en México. Que semejante apuesta perjudique a López Obrador, enhorabuena. Nada me daría más gusto que cometa un error que le haga daño a él. Pero como también puede perjudicar a México como país y a México dentro de Estados Unidos, todo indica que lo más prudente sería no meterse en esa contienda.

Pocos presidentes lo han hecho en el pasado. López Portillo recibió a Ted Kennedy en 1980 durante su desafío al presidente Carter como candidato demócrata a la presidencia. Probablemente no fue una gran idea. Salinas claramente le apostó a Bush en 1992, y el triunfo sorprendente de Bill Clinton seguramente ayudó a demorar la ratificación del TLCAN a finales de 1993. Desde entonces nadie se ha metido demasiado y probablemente sea la mejor idea, no por las tonterías no intervencionistas de López Obrador, sino simplemente por un cálculo político, cínico y al mismo tiempo realista. Ojalá López Obrador lo entienda y se esté quieto.

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