La lógica de la reforma constitucional en materia de energía eléctrica radicaba en los amparos y las controversias de inconstitucionalidad presentadas por varias instancias. Diversos jueces concedieron los amparos, y López Obrador concluyó que jamás podría revertir la reforma de 2013 sin una reforma constitucional propia. Por eso la presentó, y por eso en teoría va a tratar de obtener los 53 o 54 votos del PRI en la Cámara de Diputados necesarios para aprobarla, aunque algunos sostienen que con la simple ausencia de un número suficiente de priistas es factible lograr que pase. El Senado vendría después.
Pero si la Suprema Corte resuelve que la Ley de la Industria Eléctrica (LIE) de 2019 es constitucional (y sólo se necesitan cuatro votos para ello), ya no sería indispensable cambiar la Constitución. Las suspensiones concedidas por los jueces de menor jerarquía se caerían solas. Algunos juristas sostienen que las empresas podrían seguir amparándose. Y podrían también presentarse una infinidad de demandas ante instancias internacionales (dentro del T-MEC o del Acuerdo de Cooperación Económica con la Unión Europea), eso sucedería igual con una reforma constitucional aprobada por ambas cámaras. Pero dichas demandas tardarían en su caso años en prosperar, si es que proceden.
Todo parece indicar que la ponencia de Loreta Ortíz a favor de la constitucionalidad de la LIE cuenta con los votos necesarios para ser aprobada: el suyo, más los de los otros dos ministros nombrados por López Obrador, más el de Arturo Zaldivar. Todo el sainete en el Congreso puede resultar redundante, o mejor aún, ocioso: Parlamento Abierto, comisiones, incontables columnas y cálculos de votos, especulaciones sobre la espina dorsal (o falta de ella) de los diputados y senadores del PRI. Con Loreta y sus colegas basta y sobra para tumbar la reforma de Peña Nieto y garantizar todo lo que la 4T desea en materia de electricidad. Lo mismo sucedería con las implicaciones que encierra en materia energética en general, en el cambio climático y las energías renovables, y en las señales que se envían a la comunidad internacional de inversionistas.
Si la Corte procede de esa manera, a diferencia del Congreso, podría responderle —hipotéticamente, desde luego— a Estados Unidos y a las empresas extranjeras que el impacto de su decisión en la confianza en México o en la seguridad jurídica que impera —o no— en el país no es su asunto. Su asunto consiste exclusivamente en la constitucionalidad de la LIE. Si al embajador Salazar o a la representante Thai no les gusta, le resulta indiferente a la Corte. Huelga decir que el Congreso no podría esgrimir los mismos argumentos.
Ahora bien, si los acontecimientos se desarrollan de esa forma, habrá desaparecido el último contrapeso ante los delirios de López Obrador. El gobierno podría incluso recurrir a la misma estrategia con la Guardia Nacional y el INE: aprobar leyes secundarias, retar a las diversas instancias opositoras o inconformes a que cuestionen la constitucionalidad de dicha legislación, para luego anular las controversias en la Corte con cuatro votos.
Contaríamos entonces con una Guardia Nacional que en su escudo profesa lealtad al presidente, un INE cooptado o de plano reincorporado al Poder Ejecutivo, y cualquier otra reforma de este calado que se le ocurra a López Obrador.
El hecho de que 52 % de los votantes hayan sufragado contra la 4T el año pasado, y que a pesar de la sobrerrepresentación en el Congreso el gobierno no cuente con los votos para llevar a cabo reformas constitucionales, no importaría. Gracias a cuatro ministros de las Corte, todo se volvería posible.
¿Suena descabellado? Tal vez, pero no hay que subestimar nunca a los demagogos. Son muy imaginativos y audaces. Y la irreversibilidad es una de las características predilectas del presidente. Con este mecanismo la puede alcanzar, a través de una mayoría garantizada en la corte. Y no es histeria.