Las cumbres multilaterales son siempre más protocolarias que otra cosa. Con la excepción de las reuniones de jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, del G7 y quizás de la OTAN, se trata de encuentros para la foto, de discursos para el público de casa y de vez en cuando para algún encuentro bilateral importante. Es el caso de los cónclaves de APEC, del G20, de la Asamblea General de la ONU y con más razón, de las juntas regionales, sobre todo en América Latina.
Estas han proliferado a lo largo de los últimos 30 años. En 1991 comenzaron las Cumbres Iberoamericanas, y a finales de los
80, las del Grupo de Río que se transformaron en la CELAC. En 1994 surgieron las Cumbres de las Américas, y hay varias versiones subhemisféricas: del Caribe, de Mercosur, de la Alianza del Pacífico, de América del Norte, de Unasur (antes de su defunción). Ninguna de estas ha revestido una trascendencia histórica, pero algunas fueron más significativas que otras. La Cumbre de las Américas de Miami en 1994 produjo la idea de un Área de Libre Comercio para todo el continente, la de Mar del Plata de 2005 la hundió, probablemente para siempre; la de Quebec de 2001 consolidó la idea de la defensa colectiva de la democracia en el hemisferio, y la del Grupo de Río de Costa Rica en 2002 reaccionó alarmada a la breve salida de Hugo Chávez del poder, pero se abstuvo de llamarla golpe de Estado. La de las Américas de Santiago en 2007 fue memorable por la interpelación del rey Juan Carlos al propio Chávez: “¡Por qué no te callas!”
Pero todas le aportan algo a los participantes. Los jefes de Estado o de Gobierno presentes aprenden a conocerse, a actuar en público y en privado entre pares, a debatir sin notas o asesores, y a adoptar posiciones comunes frente a temas de coyuntura o más abstractos. Cuestan relativamente poco (el costo es uno de los cuestionamientos más frecuentes y menos pertinentes, le sirven al país anfitrión para lucirse, para echar la casa por la ventana en materia de hospitalidad, y permiten encontrar afinidades, simpatías (y antipatías) desconocidas y que posteriormente se pueden transformar en alianzas o convergencias. Si todas las objeciones manifestadas contra las cumbres (“No sirven de nada”, “cuestan mucho dinero”, “son una pérdida de tiempo”) fueran válidas, hace mucho que hubieran desaparecido. Siguen celebrándose, tanto en América Latina como en el resto del mundo, y seguirán teniendo lugar.
Las reuniones de mandatarios en ocasiones provocan tensiones previsibles. ¿A quién invitar, y a quién dejar fuera? El Grupo de Río excluyó a la dictadura pinochetista entre 1986 y 1989, el G-7 retiró la invitación a Vladimir Putin a partir de 2014; la Conferencia Norte- Sur de Cancún de 1981 no admitió la presencia de Fidel Castro; la primera Iberoamericana en Guadalajara tuvo que sortear el problema de Portugal y su doble representación: presidente y primer ministro.
No sorprende a nadie que rumbo a la próxima Cumbre de las Américas de Los Ángeles se haya desatado una tormenta (en un vaso de agua) sobre las invitaciones (o su ausencia) a las dictaduras cubana, nicaragüense y venezolana. De la misma manera, no debe extrañar a nadie que la agenda, y los posibles pronunciamientos de los presentes, parezcan insípidos o francamente vacíos de contenido.
El equipo latinoamericano de Biden no preparó bien la cumbre, la región se encuentra dividida, y los temas son espinosos.
No obstante, es preferible celebrarla que cancelarla, como algunos han sugerido, al contemplar la posibilidad de que México y Brasil no asistan a nivel de jefes de Estado.
Los demás ausentes -Cuba, Venezuela, Nicaragua, Guatemala, Bolivia y tal vez algunas islas del Caribe- no encierran una inmensa importancia, pero una reunión sin las dos economías y demografías más importantes de América Latina se
antoja incomprensible. Por otra parte, los razonamientos a favor y en contra de la invitación a los que Washington considera dictadores no carecen de sentido.Ingrese su correo electrónico para suscribirse al boletín informativo de cinco cosas de CNN.
Invitarlos implicaba hacer caso omiso de la Carta Democrática Interamericana de 2001, y de la idea de que solo deben participar democracias representativas donde se respetan las libertades, los derechos humanos y donde hay elecciones libres. No hay duda de que las tres tiranías no cumplen con esos requisitos. Al mismo tiempo, la tesis del presidente de México, a saber, de que nadie debe quedar excluido y que Cuba ya acudió a las Cumbres de Panamá y Perú es sostenible: la política de ostracismo solo ha fortalecido al régimen castrista durante más de 60 años.
A menos de una semana del inicio de la Cumbre de Los Ángeles, existen indicios de que Biden logrará cuadrar el círculo.
El presidente Jair Bolsonaro de Brasil ya decidió asistir. Los países de la Comunidad del Caribe (Caricom), con la excepción de San Vicente y las Granadinas, parecen haber decidido que sí acudirán. La Habana facilitó las cosas al afirmar que nadie representando a su gobierno viajaría a California en sustitución del presidente Díaz-Canel. Guatemala puede cambiar de opinión, dejando a Andrés Manuel López Obrador solito en compañía de Bolivia, ya que la mayoría de las naciones de América Latina han manifestado su decisión de presentarse.
Una vez superada la absurda discusión sobre la lista de invitados, ojalá haya tiempo para emitir algunos pronunciamientos de fondo. Uno que Biden, sin duda quiere, se centraría en la migración, y como los países expulsores pueden ayudar a detener los flujos, pero a cambio de algo sustantivo, no meramente retórico. Otro, menos probable, podría referirse a la guerra en Ucrania y sus consecuencias para la economía global: energía, alimentos e inflación y la reconstrucción de los estados de bienestar en las Américas después de la etapa más fuerte de la pandemia. Por último, una vigorosa defensa de la democracia y los derechos humanos siempre es bienvenida. Las cumbres sirven para eso: no mucho más, pero tampoco menos.