La divulgación sin testar del informe de la Comisión de la Verdad sobre Ayotzinapa ha suscitado muchas polémicas, todas ellas sanas. Dejo a un lado la que comenté hace algunas semanas, a saber, la complicidad o autoría del coronel al mando del 17 Batallón en Iguala en la ejecución de seis estudiantes, varios días después del 26 de septiembre. Tampoco quisiera adentrarme en la discusión sobre la posible participación de Peña Nieto y su equipo en el encubrimiento de la masacre. Me limito al tema de la libertad de prensa y la acertada decisión de Reforma de publicar el informe sin tachaduras (full disclosure: escribí durante más de veinte años en Reforma; guardo mucha nostalgia por esa época, y ningún cariño desde que me corrieron y me dan trato de persona inexistente).
Las dos colaboradoras del diario, Peniley Ramírez y Guadalupe Irizar, cumplieron con su obligación de leer el informe, sintetizarlo y destacar lo más importante en sus artículos (dos firmados por ambas). Pero la responsabilidad es de los directivos del periódico. Los colaboradores no se mandan solos, aun suponiendo que una de ellas hubiera recibido la filtración. A quien no le guste el hecho de la publicación, métase con Reforma, no con las dos periodistas.
Ahora bien, ¿por qué pienso que tuvieron razón los editores y dueños de Reforma al reproducir partes importantes del informe no testado? Obviamente omito atender todas las imbecilidades de la jauría que se desató contra Ramírez y Reforma. No merecen respuesta. Pero me parece que hay dos argumentos que resultan irrefutables para justificar la publicación.
La primera es la exigencia periodística. Ningún medio serio y honesto, en un país de libertades, se pudiera atrever a silenciar un documento de este calado, de esta trascendencia. En pleno aniversario de la masacre, en plena discusión sobre la militarización del país por la 4T, es inconcebible que un periódico dejara de publicar un documento que acusa directamente al Ejército, que fue redactado por el gobierno más amigo del Ejército que ha habido en décadas, y que transforma en una parte significativa la narrativa de la tragedia. No afirmo —e incluso me lo pregunto— que todo lo que aparece en el informe y que fue reproducido por Reforma sea cierto. Es muy posible que se trate de versiones fabricadas, relatadas a modo, por testigos protegidos, o arrancadas bajo presión (al estilo 4T). Pero pensar que por pruritos de legalidad o de compasión por los familiares de las víctimas, una empresa privada, comprometida con la libertad de prensa, abdicaría de la oportunidad de la primicia, es absurdo (y si no queremos empresas privadas en los medios, es Cuba). Entre otras razones, porque incluso en México existiría la posibilidad —ciertamente remota— de que otro medio difundiera la misma noticia.
La segunda razón de mi apoyo reside en el bien público. En este país, con los vicios y las desgracias que narra el informe, que un gobierno cercano a los padres de las víctimas y al Ejército, y adversario del gobierno en funciones en 2014, cuente todo lo que cuenta el informe de Encinas, es algo innegablemente positivo. Al país le hace un gran favor la publicación, porque obliga al debate, a la investigación por la Fiscalía, por las Fuerzas Armadas, por el GIEI, por organizaciones no gubernamentales, por los medios. Entiendo el daño emocional que varios párrafos de lo aparecido en Reforma puedan infligir a familiares y seres queridos de las víctimas. Pueden incluso traumatizarlos. Lo siento. Pero en la balanza del bien para el país y el daño a los familiares, me quedo con lo primero. No sé si los que dicen lo contrario están llorando lágrimas de cocodrilo, o de plano hubieran preferido que el informe sin testar permaneciera en las bóvedas, por no decir los sótanos, de Gobernación. Esa era la alternativa, cualquiera que haya sido el motivo o la identidad de los filtradores. Me da igual.