Nicolás Maduro obviamente les está tomando el pelo a los gobiernos de Brasil, Colombia y México. Se trata de una estrategia muy aceitada por él, a la que recurrió frente a otros esfuerzos de mediación a lo largo de los últimos años. La puso en práctica con Leonel Fernández, expresidente de República Dominicana, un hombre bien intencionado pero ingenuo; con Rodríguez Zapatero, expresidente del Gobierno Español, un hombre mal intencionado y cínico; con los noruegos, dotados de una larga experiencia pero sin capacidad de represalias por incumplimiento de parte de Maduro; y con Biden, altamente vulnerable debido al flujo migratorio venezolano en vísperas de las elecciones presidenciales. A todos les dio atole o arepas con el dedo, y todos terminaron por cansarse, aburrirse y rendirse.
Los presidentes de los tres países, por ahora, están cayendo en el mismo garlito que los ya mencionados. Maduro no presenta las actas electorales, a diez días de los comicios; inventa subterfugios legales como la supuesta entrega de documentación al Tribunal Supremo de Justicia; y deja correr el tiempo. Sabe que la oposición ve cada día más mermada su capacidad de movilización en la calle, gracias al desgaste y a la represión. Entiende que el resto de la comunidad internacional ya echó su resto y que puede sobrevivir a la reimposición de sanciones por parte de Estados Unidos, y en menor medida por la Unión Europea. Su único desafío es Lula, y en menor escala Colombia. México no importa mucho, y además ya invitó a Maduro a la toma de posesión del 1 de octubre.
Su apuesta es sencilla. Cree que los tres presidentes —Lula, Petro y AMLO— no se atreverán a ponerle un ultimátum: o presenta las actas oficiales en un plazo determinado, o desconocen el resultado, aceptan la victoria de Edmundo González, y para todos fines prácticos se suspenden relaciones con Venezuela. Piensa Maduro que ninguno de los tres se atreverá a hacerlo, o que el plazo que le ofrezcan será suficientemente largo como para que todo el mundo se olvide de Venezuela y la represión surta efecto en el seno de la oposición, o le dé tiempo para falsificar las actas, reto que parece no poder superar, ni siquiera con semanas o meses de trabajo.
El dilema entonces para los tres mediadores radica en las tácticas dilatorias de Maduro, y en la ausencia de una solución viable. Se habla de una fórmula de compartir el poder: un gobierno de transición con ministros de ambos polos, mientras se convocan a nuevas elecciones dentro de un par de años. Se habla de una nueva elección ahora, en la que no participaría Maduro, y un puente de plata para él y sus colaboradores más cercanos. Se habla de una negociación entre la oposición y Maduro, pero sin María Corina Machado. Good luck with that.
Conociendo a dos de los tres presidentes y a sus colaboradores en esta materia, me parece lógico que le atribuyan más valor a mantener abiertos los canales de comunicación y a la posibilidad de mediar, que a adoptar una posición de principio semejante a la de Gabriel Boric, de Chile. Pero sólo tiene sentido buscar una mediación si se conoce el desenlace que uno busca. No dan la impresión ni Lula ni AMLO de saber exactamente qué pretenden: que Maduro legitime su elección, que la oposición se resigne y espere otra oportunidad, o que Maduro se vaya en condiciones aceptables para él. Mientras, el dictador sigue allí, el tiempo transcurre, y la oposición se desgasta y se atemoriza, con toda razón. Ojala los tres compadres se atrevan al ultimátum y a invocar simultáneamente la Carta Democrática Iberoamericana en la OEA: es lo único que tal vez pueda funcionar.