Nunca vi las virtudes maravillosas de la llamada reforma educativa y, menos aún, el sentido de encargarle la SEP a un político cansado del siglo pasado durante casi tres años. Tampoco comprendí la lógica de meter a Elba Esther Gordillo a la cárcel por razones políticas, si podía ser —pagando el costo, desde luego— la mejor aliada de una transformación educativa y sindical trascendente. Menos entendí el creciente énfasis —el único— en la evaluación de los maestros en general, y de los oaxaqueños en particular, llegando al actual machismo evaluativo. Como ya lo han dicho varios, la evaluación es una condición necesaria de cualquier reforma, pero de ninguna manera suficiente, ni tampoco primordial.
Siendo partidarios de la evaluación, Aguilar Camín y yo advertíamos en 2010: “El principio de premio y castigo es claro, aunque teñido de injusticia… No es ideal: puede reproducir y profundizar las desigualdades o brechas. Y tendrá que ser complementado y contrarrestado por algún tipo de política proactiva. Pero como principio, parece ya difícil de rechazar. Como parece difícil, dadas las terribles deficiencias de la educación básica en México, el rechazar la evaluación debido a las injusticias que puede generar, o a las dificultades inherentes, o a las consecuencias perversas, o a las manipulaciones posibles”.
Es obvio a estas alturas que imponer en Oaxaca la evaluación, el cese por faltas debidas al activismo sindical o político y la supresión del empleo automático desde las normales, saldrá muy caro. Es probable que hacer una excepción en ese estado conduzca a otras excepciones: Guerrero, Michoacán, Chiapas. Es cierto que se trata de las entidades más rezagadas en materia educativa, en parte por la CNTE, en parte —sobre todo— por su pobreza y marginación. El conflicto actual ha durado ya tres años, no parece tener fin, ha costado vidas, y amenaza con extenderse a otros ámbitos sociales y políticos.
Tal vez sea el momento de aceptar que no se puede aplicar la misma reforma en todas partes, que no solo la evaluación debe ser diversa, sino toda la reforma (educativa, administrativa o laboral). Quizás haya que ceder, no solo ante un movimiento iracundo, no siempre racional pero siempre ideologizado, y que por más entrañable que sea la suerte de los niños menos educados y favorecidos de México, hoy no parece factible pagar el costo de una imposición posiblemente deseable, pero inviable.
Podría valer la pena indagar qué tanto del fondo es negociable con los ultras de la CNTE, qué tanto habría que pagar a dirigentes corruptos para alcanzar algunas metas y qué tanto serviría para clavar una cuña entre la sección 22 y los habitantes de algunos municipios de Oaxaca. ¿Enfoque cínico y carente de principios grandilocuentes? ¿O pragmatismo realista?