Jorge G. Castañeda
He notado en varias conversaciones recientes con integrantes de todo el espectro de las élites mexicanas, y con estudiosos del estado de ánimo de la sociedad mexicana, la vigencia de dos consensos contrapuestos en el país. Cualquiera que sea el resultado de las elecciones dentro de dos semanas, tengo la impresión creciente de que esta esquizofrenia anímica se erigirá en uno de los retos más significativos de los años por venir.
La sociedad mexicana, según todas las encuestas, grupos de enfoque, estudios en profundidad, etcétera, ansía una ruptura tajante con un pasado que ve como ahogado en una corrupción infinita. Quiere sangre, en un sentido muy preciso: que los autores, beneficiarios y cómplices de esa corrupción sean investigados y castigados. A pesar de la inenarrable aversión mexicana al conflicto, en este caso se busca pleito, el que sea, y no un buen arreglo. Por pura revancha, por ira o gracias a una sana dosis de lógica, la convicción popular establece un nexo necesario y férreo entre impunidad, pasado y futuro corruptos, y el imperativo del castigo. Sin duda la gente no va a salir a la calle a exigir cárcel para los culpables –reales o presuntos–, ni se reflejará en las urnas, pero el sentimiento social es ese. Para bien o para mal.
En cambio, rige en el seno de las élites mexicanas –empresariales, intelectuales, académicas, políticas y profesionistas, de izquierda y de derecha, jóvenes y menos jóvenes, partidarios del PRI, del Frente o de Morena– una fuerte renuencia ante cualquier intento de saldar cuentas con el pasado. Nadie quiere una comisión de la verdad, una Fiscalía que investiga el pasado, mirar hacia atrás o averiguar lo que ha sucedido a lo largo de los últimos tres sexenios. Prefieren “ver hacia adelante”, no enfrascarse en pesquisas inútiles, a condición de que cese la corrupción en el porvenir. Cómo lograr que la impunidad frente al pasado no estimule la corrupción del futuro, es una pregunta que dichas élites prefieren no formularse. Con la excepción de un pequeño círculo alrededor de Ricardo Anaya, parece unánime la opinión de que más conviene dejar las cosas por la paz. Para bien o para mal.
Antes del 2000, cuando surgían contradicciones de esta naturaleza, se solían resolver mediante el mecanismo del chivo expiatorio. No importaba si el encarcelado era culpable o no –Jorge Díaz Serrano, Raúl Salinas de Gortari, Joaquín Hernández Galicia–, su papel era otro: satisfacer la exigencia de venganza y de un simbolismo de sacrificio político, para evitar un universo de sentencias contra un mar de culpables. El sistema político hacía como si persiguiera a los corruptos; la gente hacía como si se diera por bien servida. A partir del 2000, dejó de funcionar ese dispositivo; de allí la parálisis de tres sexenios consecutivos.
Las élites con gusto sacrificarían a uno o dos altos funcionarios del sexenio de Peña Nieto –o incluso al propio Presidente–, pero presienten que no bastaría. La sociedad mexicana quiere chivos expiatorios, pero no sólo eso: demanda una acción colectiva, antisistémica, que sólo puede producirse a través de instituciones ad hoc, de una gran revuelta moral, de un movimiento social de envergadura, que no tolera indultos o borrones y cuentas nuevas. Si antes la contraposición era evidente, carecía de la furia y del miedo que hoy invaden a las masas –la primera– y a las élites –la segunda. A ver cómo diablos se resuelve esta contradicción en un país de masas iracundas y de élites omnipotentes.