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Empresas extorsionadas, empresarios entregados

Sabemos todos que los supuestos esfuerzos de “convencimiento” del gobierno de la 4T son una mentira. Esto es especialmente cierto con los empresarios. López Obrador no los “convence” de nada. Los extorsiona, los intimida, los amenaza y los obliga a actuar de una forma que no corresponde a sus intereses, pero a la que han decidido no negarse, por miedo, por prudencia o por debilidad ontológica. La pregunta es si a la larga este comportamiento empresarial no resulta contraproducente para el propio régimen, sin hablar del país como tal.

El primer y más conocido ejemplo fue la rifa del avión, que nunca se va a vender, pero que nadie nunca podrá utilizar. López Obrador obligó a un buen número de los principales empresarios del país a acudir a su patética cena y, ya allí, a firmar una promesa de aportación pecuniaria para la compra de boletos de la rifa. Algunos empresarios no se aparecieron; algunos de los que asistieron, no firmaron el compromiso; algunos de los que lo firmaron, no cumplieron. Pero la extorsión en principio funcionó: algo de dinero sí les pudo exprimir.

Ilustración: Alma Rosa Pacheco

Mencionamos hace unos días en este espacio los casos de Calica y de Constellation; este último en teoría también prosperó. López Obrador canceló la inversión cervecera en Mexicali, rechazó el pago de la penalidad prevista por la ley, y obligó a la empresa norteamericana a construir una planta en Veracruz. Veremos si todo eso realmente sucede. De nuevo, lo lógico es que surja una merma: más tiempo de construcción, menos monto invertido, menos empleos creados. Pero parece un éxito: la empresa cedió a la extorsión.

El caso de Playa del Carmen y Vulcan/Calica sigue en suspenso. En un primer momento se tenía la impresión de que la compañía minera de cal había aceptado el chantaje. A cambio de verse clausurada o expropiada, se avino a las exigencias de López Obrador de entregar grava al Tren Maya, de desarrollar un puerto de mayor calado, y de construir una especie de parque de diversión en sus terrenos costeros. A cambio, podía seguir explotando la calera. Después, por algún motivo incomprensible, AMLO se molestó y los cerró igual. Es probable que la empresa no hubiera nunca aceptado la extorsión, por lo menos en los términos en los que la entendía el gobierno. Por ahora, no hay trato, y aparentemente sigue cerrada.

El mejor, mayor y más importante caso consiste en la manita de puerco que López Obrador les hizo a las tres líneas aéreas supuestamente mexicanas: Volaris, VivaAerobus y Aeroméxico. Primero fueron obligadas, contra su voluntad previa, a radicar dos vuelos cada una en Santa Lucía. Cuando se comprobó que, voluntariamente, no habría más por parte de ellas, ni tampoco de otras compañías, se les impuso el traslado de entre treinta y cien operaciones diarias de aquí a fin de año. López Obrador recurrió al mecanismo de la no renovación de los slots en AICM (como se explicó aquí hace un mes) para forzar a las tres “mexicanas” a utilizar el AIFA. Se ha descuidado a propósito el aeropuerto Benito Juárez para crear un sentimiento favorable a Santa Lucía, incluso, tal vez, publicitando los incidentes aeroportuarios de los últimos días para provocar un clima de histeria y alentar el traslado.

Los empresarios aceptan todo esto por varias razones. Unos, porque son concesionarios, y albergan el temor de ver retirada su concesión. El temor es comprensible, aunque no es evidente que posea fundamentos. El retiro de una concesión, políticamente hablando, es lo mismo que una expropiación, y López Obrador no come lumbre. Ni ha propuesto una reforma fiscal, se le doblegó a Trump y no ha expropiado a nadie (sólo nacionalizó el litio inexistente).

Otros se pliegan porque tienen cola que les pisen. O no han pagado todos sus impuestos, o violan múltiples leyes ambientales, laborales, sanitarias, etc. Saben que el gobierno puede ventanearlos, multarlos y encarcelarlos: el caso de un alto ejecutivo de Femsa cuando el SAT obligó a los dueños a apoquinar más de 400 millones de dólares de impuestos en teoría debidos. No funciona con todos, ciertamente. Toyota, extorsionada de la misma manera, optó por irse a los mecanismos de solución de controversias del tratado de libre comercio con Japón. A ver cómo le va.

Pero la mayoría de los empresarios amenazados adoptan otra conducta. Se van. Le hablan bonito a López Obrador, lo visitan, desayunan y comen con él, se toman la foto, nunca le alzan la voz, pero dirigen sus inversiones a otra parte. El proceso de “reducción de exposiciones mexicanas” (así se le dice, en un clásico eufemismo mexicano) no nació con la 4T. Comenzó hace unos años. Los ricos dejaron de sacar su dinero (“ya nos saquearon”) para empezar a exportar su capital. No se trata de una fuga, sino de inversión extranjera por mexicanos en el extranjero. Es un procedimiento de negocios perfectamente legítimo, normal y generalizado.

Pero con López Obrador, todo indica que se ha acelerado. A diferencia de la negra, le dicen que sí, y le dicen cuándo: en su sexenio. En lugar de enfrentarlo, de contradecirlo, de negarse a aceptar la extorsión, hacen como que se avienen a la exigencia y dirigen sus inversiones al exterior. López Obrador no los convence de nada, pero ellos tampoco tratan realmente de convencerlo a él, ni rechazan comportamientos gubernamentales que debieran ser intolerables. A la larga, el empresariado nacional se transnacionaliza (otro eufemismo: casi siempre es en dirección de Estados Unidos) y las multinacionales se despiden o congelan sus proyectos futuros. Siempre habrá un contraejemplo: una empresa que anuncia una nueva inversión. Pero son golondrinas sin verano: y los que se van, no volverán.

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