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El Ejército y Acapulco

Como cualquier desastre natural, o incluso la guerra, la destrucción de Acapulco por el huracán Otis suscita innumerables casos de desinformación, acusaciones, sospechas, rumores, y múltiples ejemplos de irresponsabilidad o heroísmo. Sólo el tiempo, los ciudadanos, los medios y, en su caso —muy remoto—, el Congreso, podrán separar la paja del trigo y darnos una idea más precisa de qué es lo que exactamente sucedió y por qué. Por lo pronto, sólo quisiera formular una interrogante que me parece puede ser clave para entender lo que sucedió esta primera semana, y lo que va a acontecer en los días y semanas que vienen.

Ilustración: Ros

Las Fuerzas Armadas mexicanas, como ya he demostrado en múltiples ocasiones, cuentan con el mismo tipo de aprobación en la sociedad que los sectores castrenses en otros países. Ni en América Latina, ni en Europa, ni en Estados Unidos, los militares gozan de una popularidad menor que la de México. Es otro de los mitos mexicanos y de López Obrador: el pueblo uniformado sería más querido en México que en otros países. Es falso. Pero esa innegable popularidad, idéntica a la que impera en otras naciones, tiene sus orígenes.

Obviamente no es el heroísmo en guerras, ya que afortunadamente, desde 1945 nuestro país sólo ha participado en guerras sucias que en realidad apenas y merecen ese nombre, a diferencia de lo que sucedió, por ejemplo, en Argentina, El Salvador, Nicaragua o Guatemala. Uno de los motivos de la aprobación que la sociedad mexicana le confiere a las Fuerzas Armadas es su desempeño en momentos difíciles para el país, provocados esencialmente por catástrofes naturales. Me refiero a todos los casos ya conocidos de terremotos, inundaciones, huracanes y deslaves. A lo largo de los últimos sesenta o setenta años, el trabajo de los soldados en el rescate de comunidades, de personas, de viviendas, de todo, ha llegado a concitar la simpatía de una población que en otras circunstancias quizás no vería con tan buenos ojos a un Ejército y una Marina que también reprimen, roban, extorsionan, y en algunos casos muy bien documentados en los últimos años, asesinan.

Existen muchas dudas hoy sobre si las Fuerzas Armadas mexicanas están actuando con la misma relativa eficacia, celeridad y dotación de fuerza en recursos humanos y materiales que en otros momentos. Si uno ve las cifras que el presidente, la gobernadora de Guerrero, la alcaldesa de Acapulco, o los propios militares han ido dando sobre el número de despensas entregadas, de comidas calientes, de litros de agua, o de efectivos desplegados, uno puede preguntarse si a estas alturas, es decir, lunes en la tarde, realmente ha habido un buen desempeño del Ejército en particular. Por cierto, difícil de entender por qué en un puerto como Acapulco, la Marina no está en la primera trinchera.

Aun si hacemos caso omiso de las versiones no comprobadas, y muy posiblemente falsas, de extorsiones, abusos, excesos, en los retenes militares en la carretera de México a Acapulco, y en particular antes o después de Chilpancingo, existen razones para pensar, por ejemplo, que el envío durante los primeros días de apenas 13 000 efectivos a una ciudad de más de 800 000 habitantes, u hoy todavía sólo 18 000 efectivos, corresponde a las necesidades del momento. Es probable que para lo que viene en Acapulco —restablecer el orden público y la seguridad, repartir la ayuda que llegue (oficial o de origen privado), restablecer comunicaciones, electricidad, vialidad y todo lo que ya no existe en el puerto y que sólo las Fuerzas Armadas pueden reconstruir— se requerirá de muchísimos más efectivos.

La pregunta entonces es si lo que podría considerarse como la deficiente actuación del Ejército, por lo menos durante la primera semana de este desastre natural, que ciertamente hubiera rebasado a cualquier gobierno, se debe sólo a esas dificultades, o a otro hecho, que todos los mexicanos ya conocemos. Me refiero, huelga decirlo, al sobregiro de las Fuerzas Armadas, a quienes López Obrador les ha encomendado un sinnúmero de actividades que no corresponden a su vocación, a su formación, a sus dimensiones y a su capacidad. ¿Puede un ejército enviar 50 000 efectivos de inmediato a una ciudad de ese tamaño al mismo tiempo que corretea a migrantes, administra aeropuertos y aduanas, construye trenes, aeropuertos, sedes de sucursales bancarias, y combate —más o menos— el narcotráfico y el resto del crimen organizado? Muchos ya han formulado esta pregunta elíptica o explícitamente. Me parece que en la respuesta que se dé yace el análisis y la conclusión a la que se llegue sobre si López Obrador es en parte responsable de este desastre, o sólo lo es por sus pequeños pecados de los últimos días, que al final de cuentas no importan mayormente.

Es un problema del número de efectivos, pero también de concentración de energía, de atención, de mando y de entrega. Los soldados no pueden hacer todo al mismo tiempo, no tienen la disposición ni la preparación para hacerlo. Es altamente probable que hubiera convenido más permitir que las Fuerzas Armadas se dedicaran a lo que saben hacer: atender a la población civil en momentos de desastres naturales. Obviamente nuestros militares no están preparados, ni deben estarlo, para librar guerras: no hay contra quién en las fronteras que tenemos. Ya haberlos metido de lleno a combatir al narco, desde Zedillo, aunque Echeverría en parte también lo hizo con la Operación Cóndor, probablemente fue un error, quizás inevitable. Pero lo que se ha hecho en este sexenio rebasa por mucho todo lo que se ha producido en periodos anteriores. Si resulta que el Ejército no ha estado a la altura de la tragedia de Acapulco, esa conclusión tiene un responsable con nombre y apellido: Andrés Manuel López Obrador.

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