Con su acostumbrada perspicacia, Joaquín López-Dóriga ha subrayado una peculiaridad extraña en el comportamiento de López Obrador a partir de la tragedia de Acapulco. Toma nota de que aparentemente el presidente ha viajado a Acapulco en tres ocasiones desde que Otis destruyó el puerto, pero que no se ha visto ninguna foto de él en Acapulco. Ni en los escombros, ni con los damnificados, ni en un centro de entrega de víveres, ni en la Secretaría de Salud —que él trasladó a Acapulco— ni en ninguna parte.
Aunque desde luego le creo a Joaquín, de hecho he realizado, aunque sea superficialmente, mi propia búsqueda. En efecto, no hay ningún video ni foto que claramente muestre que López Obrador se encontraba en Acapulco coordinando, dirigiendo, supervisando o simplemente atestiguando el apoyo del gobierno federal a los cientos de miles de víctimas, de una manera o de otra, del huracán. Se pregunta Joaquín por qué.
Obviamente no tengo una respuesta, pero sugiero la siguiente. Durante su presidencia, Donald Trump, según varias referencias, se negó siempre a ser fotografiado en cierto tipo de contextos. Nunca quiso aparecer, por ejemplo, en fotos con veteranos mutilados en el hospital de Walter Reed. No quiso visitar el cementerio de los soldados americanos caídos en la Primera Guerra Mundial en Francia. No iba con gusto al cementerio de Arlington en los distintos días de recuerdo de los ahí enterrados. Nunca quiso visitar una zona con pacientes de covid, en hospitales, albergues o donde fuera. La razón, según fue comentado en Estados Unidos, yacía en su convicción de que al ser asociado en una foto con gente enferma, enterrada, mutilada o en cualquier situación de debilidad, haría que se viera mal él mismo. No sólo le molestan mucho esas situaciones, sino que sobre todo lo veía como un posible daño a su imagen.
Trump fue muy criticado por todo esto, pero no es imposible que haya tenido razón desde un cierto punto de vista: el de su imagen, no el de las funciones de un jefe de Estado. Me da la impresión de que López Obrador piensa más o menos lo mismo. Por motivos parecidos, el mexicano no ha acudido a ninguno de los funerales de soldados o marinos caídos en su guerra calderonista contra el narco. Cuando el covid, sucedió más o menos lo mismo. Y ahora ha de creer que al salir en los escombros o rodeado de personas golpeadas por Otis, que perdieron su casa, quizás un ser querido, su negocio, y desde luego su empleo, no es que se exponga a que le griten o lo ofendan. Pienso que eso lo sabe aguantar. Pero no la foto. La que le tomaron en el jeep militar atascado en el lodo no me parece que haya sido algo producido a propósito. Salió mal, pero peor podría salir López Obrador en el lodo del anfiteatro de Acapulco. Ciertamente, todos los presidentes de México en tiempos recientes —desde Salinas con Gilberto— han hecho lo contrario. Se convencían de que a pesar de una posible falta de respeto, o un griterío adverso, su imagen mejoraba al ser retratados en pleno desastre natural. AMLO, no.
No sé si esta tesis, que seguramente otros también han sugerido, responda por completo a la interrogante de López-Dóriga, pero es una hipótesis que sí parece ser verosímil. A ver qué piensa Joaquín.