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El aldeano de Palacio

El último berrinche de López Obrador con Estados Unidos reviste una obvia motivación demagógica y electorera. Sabe que nada exalta a sus bases radicales como el antiimperialismo primario, por no decir primitivo. Pero existe otra característica de este pleito. Tiene que ver con la enorme ignorancia histórica e insular del tabasqueño, y su falta de pertenencia a cualquier corriente progresista en el mundo del medio siglo transcurrido desde los años sesenta.

Ilustración: Alma Rosa Pacheco

Como se sabe, AMLO se molestó, fingiendo una falsa indignación ante el informe anual del Departamento de Estado, que menciona múltiples amenazas a los derechos humanos en México. Cita los ataques a la prensa, a la independencia del Poder Judicial, a las ONGs de la sociedad civil crítica, y varios ejemplos adicionales. López Obrador cuestiona el derecho del gobierno de Washington de “erigirse en juez” de los demás, mientras que él no lo hace, aunque podría envolverse en la bandera de siempre: “Pinches gringos drogadictos”.  

Pero el presidente no entiende —pero la Cancillería podría ilustrarlo— que la obligación legal del Departamento de Estado de publicar un examen anual de la situación de los derechos humanos en el mundo proviene de una causa noble. A mediados de los años setenta, al concluir la guerra de Vietnam, surgió una corriente en el Congreso estadunidense, en la academia, en la prensa y entre activistas de la sociedad civil, para regular la asistencia militar, policíaca, de inteligencia e incluso económica y financiera, de Estados Unidos a regímenes impresentables. Asimismo, estos sectores exigían que cualquier acuerdo o tratado suscrito por su país cumpliera con ciertas condiciones en estas materias. Como siempre, el resultado final del proceso legislativo fue imperfecto; las disposiciones legales aprobadas en 1976, a través de una nueva Foreign Assistance Act, contenían abundantes lagunas. Y como siempre también, la aplicación de la ley padeció limitaciones, hipocresías y contradicciones. Pero en el fondo, los respectivos movimientos políticos, sociales, culturales e intelectuales desembocaron en la imposición de una condicionalidad al Poder Ejecutivo en su otorgamiento de asistencia a cualquier otro país. Con el tiempo, se agregaron otros mecanismos de condicionalidad, como la Leahy Law de 2008 y la Magnitsky Act de 2016, que fortalecieron y ampliaron dicha condicionalidad.

Cada año, el ejecutivo, a través del Departamento de Estado, se encuentra obligado a dictaminar sobre la situación de los derechos humanos en cada país, en el entendido de que se prohíbe cualquier gasto de recursos de los contribuyentes dirigido a gobiernos violadores de los derechos humanos. Washington se erige, como debe ser, en el juez del destino de su propio dinero, según sus propios criterios, en función de sus propios valores y prioridades.  Toma en cuenta las opiniones de sus embajadas, de ONGs como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, del Examen Periódico Universal de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra, de la prensa, de la academia, etc.  

El Ejecutivo y el Legislativo norteamericanos juzgan, con toda la razón, a quien le van a entregar su dinero, su armamento (los juguetes que le dieron a García Luna, o que le dan actualmente a Netanyahu), su entrenamiento y asesores, su supuesta experiencia. Se trató de un gran paso adelante para limitar la discrecionalidad del presidente estadunidense, para exigir ciertas condiciones al apoyo a dictaduras descaradas o disimuladas, para asegurar que a diferencia de hoy en Gaza, los impuestos de los contribuyentes norteamericanos no se utilicen para matar mujeres y niños palestinos. ¿Funciona a la perfección? Obviamente no. ¿Es preferible que exista por lo menos en la teoría, y en ocasiones en la práctica, una condicionalidad de este tipo? Obviamente sí. ¿O a poco López Obrador no cree que Biden debería desistir de enviar armas a Israel hoy?

Probablemente no lo cree, porque de ser el caso, le negaría su asistencia a los gobiernos de Cuba y Nicaragua, en lugar de suministrarla más o menos en secreto. Pero entonces, debiera brindarle ayuda a los gobiernos de Perú y Ecuador, aunque le caigan gordos o violen el derecho internacional o los derechos humanos. Es una verdadera lástima tener un presidente tan provinciano e incongruente. Por ahora, el appeaser in chief de la Casa Blanca, al estilo Neville Chamberlain, le perdona todo a López Obrador. No sé si después de su reelección en noviembre lo siga haciendo con su sucesora designada, si es que gana.

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