Los datos económicos preliminares del tercer trimestre salieron esta semana, e ilustran el dilema ya conocido de la 4T. En julio, agosto y septiembre el PIB cayó: -1.2 % en julio, -0.6 % en agosto y -0.6 % en septiembre. Es la primera caída semestral desde 2021. A menos de que las cifras definitivas corrijan este descenso –y más bien suele ocurrir lo contrario– es probable que nos encaminemos a un crecimiento anual cercano a cero para 2025. Si fuera de entre 0.3 % y 0.5 % el gobierno podrá festejarlo, pero daría más o menos lo mismo. La economía mexicana bajo López Obrador y Claudia Sheinbaum no crece. Son ya siete años.
Desde 2018 hasta 2025, el PIB habrá tenido una expansión inferior, en promedio, al 1 % anual: una disminución por habitante. Poseerá a fin de año las mismas dimensiones que al concluir 2018, como apunta Macario Schettino. Además, no hay motivo alguno para esperar un aumento mayor el año entrante, en vista de la incertidumbre que imperará por los aranceles de Trump, la renegociación del T-MEC y la astringencia de inversión pública y privada este año.
Todos los analistas serios que simpatizan con la 4T coinciden en una tesis central. El incremento del ingreso de los sectores menos favorecidos de la sociedad mexicana, logrado bajo López Obrador gracias a los salarios mínimos, y al ensanchamiento de los programas sociales, ya dio de sí. Será extraordinariamente difícil seguir mejorando las condiciones de vida de los segmentos populares sin que la economía crezca, por lo menos al ritmo del período “neoliberal”, es decir entre 1994 y 2018. Excluyo el sexenio de Salinas no porque no haya sido “neoliberal”, sino porque fue de rebote y el TLCAN entró en vigor apenas el último año de su mandato.
El esquema de redistribuir sin crecer, suponiendo que no se revierta por los costos escondidos, se antoja insostenible otro sexenio más. Ellos los saben –de allí su quimera del Plan México– pero parecen no entender que impera una cierta incompatibilidad entre su discurso y su sentir profundo, por un lado, y la necesidad de convencer al empresariado nacional de invertir más. Esto refuerza tendencias ya presentes en el comportamiento empresarial desde hace tiempo, y que se pueden ejemplificar con los datos siguientes.
Conozco tres empresas, de las más grandes de México, que operan en distintas áreas de la economía, con una característica común. Una es de telecomunicaciones; otra es de la industria química, y la tercera de bienes de consumo popular (fabricantes, no distribución). Las tres, desde hace algunos años, reparten sus negocios más o menos así: dos tercios fuera de México, un tercio en México. No me refiero a exportaciones, que sería lógico, por ejemplo, para una minera, o una firma automotriz. Se trata de producción y ventas fuera del país, es decir, de inversión mexicana en el exterior, que produce cosas y genera ventas. Otra, que como es información pública puedo citar su nombre, aún no alcanza esa proporción: FEMSA vende más o menos un tercio fuera de México, y dos tercios en el país. Por ahora ha invertido menos afuera que adentro.
No ofrezco las cifras de las tres primeras con alguna connotación negativa. Se trata de decisiones empresariales sensatas –a diferencia de las de Cemex, por ejemplo, hace veinte años– generadas por factores estrictamente económicos y financieros. No se trata de “fuga de capitales”. Incluso el país puede beneficiarse de dichas tendencias, en la medida en que las inversiones externas pueden suscitar exportaciones, mayor competitividad y crecimiento interno. Pero es inconveniente contarse cuentos: muchos de los grandes consorcios mexicanos han diversificado su exposición a México, han disminuido su riesgo mexicano, y han invertido más afuera que adentro.
¿Hay alguna correlación entre los datos duros de crecimiento de los últimos siete años y las anécdotas empresariales que menciono? Difícil saber. La exportación de capitales, como decía Lenin, es una característica de la fase más avanzada del capitalismo, y es lógico que empresas globalizadas como muchas mexicanas entren en esa dinámica. Por otro lado, es evidente que siete años de retórica anti-empresarial, de reformas que violentan el de por sí raquítico estado de derecho mexicano, y de incertidumbre que muchas acciones gubernamentales provocan, pueden constituir razones adicionales para estas tendencias.
Además, tal vez explican el comportamiento esquizofrénico de algunos empresarios mexicanos con la 4T. En privado, discrepan radicalmente de la mayoría de las políticas públicas de López Obrador y Sheinbaum, que no cumplen los compromisos que adquieren con ellos. Pero cada vez que los invitan a Palacio Nacional, o que acompañan a cualquiera de los dos a una gira o a un evento, se desviven en elogios y aplausos. Muchos dicen que es por que no les queda de otra, sobre todo si son concesionarios. Discrepo: algunos lo hacen porque pueden, y pueden porque sus intereses ya no se encuentran sólo en México. Se permiten el lujo de contrariar a los presidentes de la 4T en los hechos y en corto, porque, como decía Clinton a propósito de Mónica Lewinsky, “because I can”.
