Jorge G. Castañeda
Es una mera casualidad que el inicio de las negociaciones con EU sobre el TLCAN coincida con el peor momento del joven gobierno de Donald Trump, que ya ha conocido su buena dosis de crisis. Veremos con el tiempo si esta coincidencia afecta las negociaciones y, de ser el caso, si es para bien o para mal. Por el momento sabemos que los negociadores mexicanos harían bien en moderar su optimismo beato, o, más bien, el de los empresarios y exnegociadores mexicanos, a propósito de un arreglo fácil y rápido con EU.
El problema en el que se ha enfrascado Trump es el más grave de todos, porque es de índole esencialmente interna. La mayor parte de sus demás errores, metidas de pata, o pleitos innecesarios han tenido que ver con algún tipo de reto externo: la relación con Rusia y la complicidad de su equipo de campaña con Putin para derrotar a Hillary Clinton; el tema del armamento nuclear de Corea del Norte; incluso el muro y las deportaciones, en el caso de México; en fin, en la mayor parte de los casos se ha tratado de asuntos vinculados con el mundo exterior a EU. Pero su reacción frente a los acontecimientos de la ciudad de Charlottesville, en Virginia, sede de la Universidad de Virginia, y objetivo de grupos de ultraderecha neonazis, de supremacía blanca, antisemitas y tan racistas como el Ku Klux Klan, por su pasado sureño y cercano a la capital de la confederación secesionista a mediados del siglo XIX, reviste otras implicaciones.
Trump se metió con media humanidad: con todos los norteamericanos bien pensantes; con la corrección política, por odiosa que sea; con la comunidad judía norteamericana; con todas las organizaciones de derechos civiles, de afroamericanos, de defensa de los derechos humanos en general. Los palomeó todos. Al querer establecer una igualdad, simetría o equivalencia moral y política entre los grupos de ultraderecha, de nacionalismo blanco –que lo han apoyado con fervor– y, por otro lado, los sectores de izquierda o incluso de extrema izquierda, en ocasiones también violentos, extremistas y dogmáticos, cruzó un Rubicón que no es fácil de atravesar de regreso.
Trump quizás no entendió que afortunadamente en EU hoy, al igual que en muchos otros países, no se puede ser “una buena persona” y al mismo tiempo participar en una manifestación donde figuran personas que portan banderas con esvásticas, o que lanzan consignas antisemitas tipo “sangre y tierra”, o que evocan o usan la vestimenta del Ku Klux Klan. Cualquiera se puede equivocar, asistiendo a una manifestación que defiende la permanencia de una estatua en honor a Robert E. Lee, el jefe de los ejércitos del sur durante la guerra de secesión. Pero una vez que ve las esvásticas y vestidos de la triple K, o que escucha las consignas racistas, o que comprueba el grado de organización, de disciplina, de prácticas cuasi fascistas de los organizadores, si permanece en las filas de la manifestación, se vuelve totalmente cómplice de la misma. Nadie es decente cuando se junta con partidarios del Holocausto.
Por eso esta crisis es la más grave. Trump transgredió normas infranqueables en EU. La tormenta pasará. Pero cuando la investigación del fiscal especial Mueller desemboque en cualquiera de las múltiples conclusiones a las que pueda llegar, y empiece el litigio jurídico con sus adversarios, lo hará en una situación de debilidad política, que nadie hubiera sospechado hace algunos meses. No es lo peor que pudiera sucederle a México.