A principios de semana tomé un vuelo de Aeroméxico del AIFA a Cancún para cumplir con un compromiso de trabajo. Escogí Santa Lucía porque el horario me convenía –el precio me resultaba indiferente– y también por curiosidad. La última ocasión en que volé del Felipe Ángeles fue hace más de un año, y quería ver por mí mismo cómo iba a casi cuatro años de su lanzamiento. Aún no se producían la cancelación de los itinerarios a Estados Unidos –existentes y proyectados– ni las demás represalias norteamericanas por las imposiciones de López Obrador en materia de slots y de carga en Benito Juárez.
Encontré un aeropuerto que permanece limpio, con olor a nuevo, bonito, bien mantenido y… medio desierto. Sé que el número de pasajeros atendidos ha crecido, pero persisten las características del principio. Poca gente en los mostradores –pasajeros y empleados–, en los filtros de seguridad, en los locales abiertos, muchos locales aún en renta o tapiados, muchas salas sin aviones conectados a los gusanos.
Una agradable sorpresa fue el buen manejo de los filtros de seguridad por la Guardia Nacional. Es cierto que se antoja mucho más fácil manejar una afluencia reducida que las multitudes del AICM o Benito Juárez, pero resalta la diferencia de trato, eficiencia y pulcritud de los militares en comparación con los mal pagados, mal formados y malencarados dependientes de empresas privadas en los demás aeropuertos del país.
Esta diferencia me llevó a preguntarme cómo, cuándo y porqué se tomó la decisión, después de los atentados a las Torres Gemelas en septiembre de 2001, de encargarle a empresas privadas la seguridad, inicialmente españolas (en particular una odiosa: Eulen). La decisión iba a contrapelo de la conducta de Estados Unidos, Francia, España, Brasil, Chile, etc., donde las autoridades se hicieron ellas mismas cargo de evitar un nuevo 11 de septiembre.
Conversé con colegas del gabinete de Fox y concluí que la causa residió en un par de factores. Primero, ninguna de las instancias federales –Seguridad Pública, en manos de Gertz (con apenas ocho mil efectivos), Sedena o Semar– quiso asumir la responsabilidad. O no tenían la capacidad, o no tenían las ganas. Segundo, los aeródromos privados –desde entonces un gran número, pero exceptuando el AICM– preferían evitar que fuerzas públicas, con su magnifica fama de probidad y decencia, invadieran sus territorios. No quedó más remedio que trasladar la responsabilidad a los propios aeropuertos, incluyendo a ASA. Salió más caro el caldo que las albóndigas.
Lo peor que vi, sin embargo, no consistió en el escaso flujo de pasajeros. El problema, aún antes de la decisión de Estados Unidos, yace en la ausencia de líneas aéreas foráneas –salvo una venezolana y una dominicana patito– y en la casi inexistencia de vuelos internacionales. Ni American, ni Delta, ni United, ni Southwest han abierto mostradores o vuelos desde el AIFA. Aeroméxico operaba dos viajes diarios, a Houston y a McAllen, pero ya se cancelaron y las rutas adicionales programadas para noviembre se anularon. Viva Aerobus anuncia un vuelo diario a Los Ángeles, pero es vía Monterrey o Guadalajara. Los demás itinerarios abarcan destinos de lujo como Caracas y La Habana, o Bogotá, Punta Cana y Santo Domingo.
En otras palabras: Santa Lucía, cualquiera que haya sido su estratosférico costo inicial y el subsidio explícito y escondido que recibe, constituye hoy un puerto aéreo nacional. Apuesto que encuestas sobre el lugar de origen de los usuarios mostrarían que se trata también de un recinto regional, ya que la mayoría de los pasajeros probablemente proviene de las zonas del norte de la Ciudad de México (Ecatepec, Tecámac, Pachuca).
Nunca habrá conexiones aceptables entre el AIFA y el AICM: ni trenes rápidos, ni carriles dedicados, ni mostradores en ambos aeropuertos. Washington va a negociar con Sheinbaum, y es probable que retire algunas de las sanciones por violación a los acuerdos de 2015. Mantendrá otras, contra vuelos que nunca debieron haber existido. Recuerdo cómo el entonces ministro consejero político de la Embajada de Estados Unidos en México se asombró con el permiso extendido a Aeroméxico para volar de Santa Lucía a Houston, cuando no se habían cumplido las condiciones de la FAA. Fue en la época en que el pobre Joe Biden aceptó la extorsión de López Obrador y aterrizo en su Air Force One en el AIFA. Los americanos se doblaron ante la exigencia lopezobradorista, al igual que las líneas supuestamente mexicanas como Aeroméxico, Volaris y Viva Aerobus (las dos primeras ya no lo son). Cosechan las consecuencias.
