En la primera Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños brotó una interminable verborrea: "nuestros pueblos", "nuestra América", etcétera, pero nada más. El intento por sustituir a la OEA y reemplazar a Estados Unidos y Canadá por los hermanos Castro no prosperó. Todo parece indicar que gracias a la sensatez de México, Colombia, Chile, Costa Rica y hasta cierto punto Brasil, naufragaron los propósitos absurdos del ALBA -Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador. Enhorabuena por varias razones, algunas de ellas privativas de México, otras comunes a los intereses de toda América Latina.Las razones estrictamente mexicanas para congratularnos de que el proceso se haya desinflado tienen que ver con el pecado original que fue, justamente, mexicano. El punto de partida de toda esta aberración fue la inexplicable decisión mexicana de incorporar a Cuba al Grupo de Río en 2008, desvirtuando tanto su propósito inicial, como creando las bases para lo que sería después una especie de golpe de Estado dado por el ALBA, con la complicidad brasileña, y que sólo pudo neutralizarse con mayor activismo mexicano. El Grupo de Río -surgido en los ochenta como apoyo a Contadora- fue un intento de unir a los países democráticos latinoamericanos contra la intervención de Estados Unidos en Centro América y el Caribe, en el entendido de que en aquel momento EU tenía una mayoría casi automática en la OEA. Cuba no tenía nada que hacer, ni entonces ni ahora, en un grupo de países democráticos. Calderón trajo a Cuba al grupo de Río por las mismas razones que negoció la deuda cubana sin garantías para México: deslindarse de Fox.Las razones latinoamericanas son más importantes. Detrás de la reunión de Caracas había el propósito evidente, verbalizado por Rafael Correa de Ecuador, de querer destruir a los dos organismos más importantes de la OEA: la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Desde hace tiempo los países del ALBA, sobre todo Nicaragua, Venezuela y Ecuador, han sido objeto de recomendaciones y fallos por estas dos instituciones contrarias a sus posiciones. Han decidido que no son más que "títeres del imperio". Sabían muy bien los gobernantes del ALBA que no podían desaparecer de tajo a la OEA pero pensaban que sería posible, sobre todo con el apoyo de Brasil que tampoco quiere a ninguna de las dos instancias. Por el momento no se pudo y qué bueno que así sea: lo poco que hay de régimen jurídico regional son la Comisión y la Corte. Quienes hemos acudido a ellas, a veces con éxito, a veces no, sabemos que lo último que quisiéramos es dejar el respeto a nuestros derechos humanos en manos de gobiernos como el de Chávez, Ortega, Castro, Morales o Correa. El siguiente motivo de regocijo ante el fracaso en Caracas es más complejo, pero quizás más trascendente. El problema para los gobiernos serios de América Latina nunca ha sido cómo sacar a Estados Unidos y a Canadá de la región, sino al contrario, cómo involucrarlos más, pero por el buen camino. Esto podría parecer quimérico y contraproducente cuando la correlación de fuerzas era tan favorable a Washington. Pero resulta delirante querer sacarlos ahora cuando la correlación de fuerzas es más favorable que nunca para América Latina y menos favorable que nunca para América del Norte. Si hay un momento en que conviene tenerlos adentro y cerca para poder efectuar cambios de fondo, es ahora. A menos de que lo que se busque no sea cambiar la política de Estados Unidos hacia América Latina, sino sólo separarlos por completo y para siempre. Habría una lógica de hacerlo para los gobiernos de Cuba, Venezuela, Bolivia y hasta ahí: quisiera ver a Correa suprimir el dólar como la divisa del Ecuador. Pero para los demás y sobre todo para México, Centro América y el resto del Caribe carece de sentido sustituir a los países con los que tenemos el 90% de nuestra interacción económica, turística, cultural y migratoria, por los mitos de una pequeña isla tropical.