En un estudio sobre justicia social dado a conocer por la Fundación Bertelsmann este otoño, Estados Unidos quedó en el último lugar de los países ricos y sólo Grecia, Chile, México y Turquía tuvieron un peor desempeño. Ya fuera en prevención de pobreza, pobreza infantil, desigualdad de ingreso o escala de salud, Estados Unidos quedó por debajo de países como España y Corea del Sur, y ni se diga de Japón, Alemania o Francia.Fue otra señal de lo mucho que están perjudicando los estadounidenses a su clase media. Guerras, hambruna y violencia han devastado antes a las clases medias en Alemania y Japón, en Rusia y Europa Oriental. Sin embargo, cuando pasaba la tormenta y llegaba la calma, siempre resurgía una estructura social aproximadamente similar a lo que existía anteriormente.Ninguna nación ha perdido a una clase media existente y Estados Unidos aún no está en peligro de eso. Sin embargo, el porcentaje del ingreso nacional del que es dueño el 1 por ciento más rico de los estadounidenses pasó del 10 por ciento en 1980 al 24 por ciento en el 2007, y eso es un motivo de preocupación.Así que antes de que Estados Unidos continúe su trayectoria actual de desmantelar su versión del Estado de bienestar, de hacer trizas su red de seguridad social y de ampliar la brecha entre ricos y pobres, los estadounidenses bien podrían mirar hacia el sur. La lección es que incluso después de que surge una clase media numerosa, las profundas desigualdades entre ricos y pobres dañan severamente la cohesión y la armonía de cualquier sociedad.Si alguna vez hubo un estereotipo geográfico que reflejara cierta verdad, sería que en Latinoamérica, un puñado de magnates inmensamente ricos ejercían poder sobre una multitud de pobres. Si alguna vez hubo un cliché social con raíces en la realidad, sería que una inmensa clase media fue siempre la columna vertebral de la fuerza de Estados Unidos.Estados Unidos nunca tuvo el tipo de Estado de bienestar sólido que desarrollaron los europeos después de la Segunda Guerra Mundial. No lo necesitaba. A través de la iniciativa privada y de esfuerzos para crear igualdad de oportunidades, los estadounidenses se aseguraron hace mucho tiempo de que una clase media enorme proporcionaría el pegamento social para mantener unida a su sociedad.Si esa clase media se debilita ahora, ¿qué aspecto tendría Estados Unidos? Bueno, el que solía tener América Latina y, que en ciertas formas, aún lucha por dejar de tener.Así que aquí hay dos interrogantes: ¿quiere realmente Estados Unidos lucir como era antes América Latina? Y, ¿hay una lección que aprender de sus vecinos del sur -que una vez que la desigualdad echa raíces, revertirla se vuelve increíblemente difícil?Hay que considerar primero algo de historia: desde la era precolombina hasta la mayor parte del siglo XX, la sabiduría convencional pintaba a Latinoamérica como el territorio con más desigualdad del planeta, donde la extrema pobreza de sus más necesitados era igualada únicamente por la extrema riqueza de sus acaudalados.De hecho, esta percepción comenzó a alejarse de la realidad hace unos 50 años en casi toda la región y, hoy en día, aplica sólo para algunas naciones: Haití, Honduras, Bolivia y tal vez Nicaragua. Para 1970, las naciones más grandes, como Brasil, México, Colombia, Venezuela, Chile y Perú, habían sido testigos del surgimiento de clases medias considerables. Otros, como Argentina y Uruguay, habían sido, a efectos prácticos, sociedades de clase media desde por lo menos mediados de siglo (aunque en décadas posteriores, los argentinos se esforzaron en retroceder).Sin embargo, siempre hubo un abismo entre esas sociedades y Estados Unidos. Hasta hace muy poco, las clases medias latinas representaban apenas una tercera parte de la población y algunos de sus miembros más prominentes -el Che Guevara en Argentina, Fidel Castro en Cuba, Salvador Allende en Chile- hicieron carreras políticas en base a la causa de erradicar la desigualdad. Esa causa era compartida por miles de estudiantes, líderes sindicales, académicos y políticos moderados, a quienes su propia forma de vida les parecía moralmente intolerable y políticamente insostenible.Tras años de frustración y fracaso, algo comenzó a cambiar a fines del siglo XX. Y, durante los últimos 15 años, la tendencia se ha vuelto inconfundible. De acuerdo a una definición de la clase media utilizada en una investigación reciente de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la clase media es ahora mayoría en Chile, Brasil, México, Uruguay, Costa Rica y, en menor grado, Colombia. En los 60 y 70, incluso después de décadas de crecimiento sólido, esas clases medias apenas si representaban un 30 por ciento de la población; actualmente en México, Brasil y Chile, las cifras van desde un 55 hasta un 60 por ciento.Sí, todavía es una mayoría escasa y precaria, y no es la clase media tradicional tan segura y solvente como en Europa, Norteamérica, Japón o Corea del Sur. La clase media latina aún tiene dificultades, con estándares de vida muy por debajo de los que gozan las clases acaudaladas locales. Pero aún así, es una clase media: con teléfonos celulares y autos usados; con casas diminutas pero bien construidas con todos los electrodomésticos, y con vacaciones modestas pero sumamente placenteras en la playa.Los mercados de consumo se han expandido dramáticamente. El Banco Mundial y la OCDE, escritores como éste, y universidades como la Fundación Getulio Vargas en Río de Janeiro, han producido grandes cantidades de información y análisis sobre el tamaño, la profundidad y el poder duradero de esta clase media. Los políticos saben que únicamente pueden resultar electos si se conectan con esa clase y están condenados al fracaso cuando apelan exclusivamente a los pobres quienes, aunque ahora son minoría, todavía representan una porción demasiado grande de la población.Así que puede decirse que una gran parte de Latinoamérica ha tenido éxito: es democrática con una pequeña pero creciente mayoría poblacional próspera, es competitiva y tiene ambiciones internacionales (reales, aunque no siempre realistas).Sin embargo, reducir la pobreza y fortalecer clases medias grandes no reduce automáticamente la desigualdad. Las medidas estadísticas de desigualdad conocidas como coeficientes de Gini han comenzado a caer ligeramente en América Latina, pero aún son las más altas del mundo, donde el 1, el 5 o el 10 por ciento más rico de la población obtiene una participación increíblemente alta de la riqueza o el ingreso totales. En Brasil, Chile y México, países que juntos conforman casi un 70 por ciento del PIB y la población de la región, el 10 por ciento más rico era dueño de, en promedio, el 42 por ciento del ingreso nacional en el 2008-2009; la cifra equivalente para Estados Unidos era del 29 por ciento.Es por esto que cientos de miles de estudiantes chilenos prácticamente han paralizado al gobierno de su país este año, aún cuando Chile es la nación latina más exitosa bajo cualquier estándar económico o social. Es por lo que Colombia, Brasil y México tienen índices de homicidios o secuestros mucho más altos que los de naciones más ricas, las cuales son, a pesar de su riqueza, menos desiguales.De hecho, las desigualdades históricas que perduran han producido rasgos singulares de carácter nacional, transmitidos entre generaciones, que ahora deben cambiar si estas sociedades quieren continuar equilibrando su riqueza y cumpliendo esa promesa. El fatalismo brasileño, el aislamiento chileno, el individualismo mexicano, deben desecharse lentamente. Y eso es bueno; estos rasgos deberían ser abandonados por completo si estas sociedades esperan alcanzar algún día el grado de igualdad para el que Estados Unidos ha sido su modelo.Y no obstante, al tiempo que sucede todo esto, Estados Unidos -ese epítome de la sociedad de clase media, del sueño igualitario que atrajo a millones de inmigrantes de América Latina- ha comenzado a actuar latinoamericano. Experimenta un proceso de contracción estructural de la clase media y expansión de la desigualdad que quizás no ha ocurrido en ningún otro lado (de nuevo, posiblemente con la excepción de Argentina).Los estadounidenses pueden objetar -y podrían tener la razón en esto- que su sociedad se diferencia de América Latina porque hay movilidad tanto en la parte más alta como en la más baja. Al sur del Río Bravo, los ricos siempre son los mismos; en Estados Unidos, varían de una generación a otra, con frecuencia dramáticamente. Esto es lo que le da a muchos estadounidenses la impresión -tan falsa como resulta para la mayoría- de que un día podrían llegar a la cima y que los que ya están ahí les darán cabida. Sin embargo, esta habilidad para aspirar en realidad no aborda la cuestión de qué tan grande se vuelve la distancia entre quienes están en la parte más alta, la de en medio y la más baja; ni tampoco consuela a quienes están en medio y ven que sus oportunidades de ascender se reducen cada vez más.Lo que lleva a una pregunta para Estados Unidos: ¿por qué permitiría que suceda eso, cuando en Latinoamérica podemos mostrarle lo difícil que es lograr ese tipo de clase media ejemplar que dicho país inventó en primer lugar, y que le dio tanto poder económico y cohesión social, al menos desde los 20? Especialmente cuando todos sabemos que su existencia es crucial para conservar algunas de las mejores características de su carácter nacional.Alexis de Tocqueville planteó ese argumento hace casi dos siglos. Algo en el carácter estadounidense ha producido una sociedad mucho más igualitaria que cualquiera de Europa, y algo en esa sociedad produjo un carácter nacional diferente, más moderno y emocionante, con espacio para la experimentación, la cooperación y la aceptación de diferencias. Los estadounidenses no pueden tener el carácter nacional tolerante, vanguardista e innovador que tanto valoran y renunciar a la configuración igualitaria de clase media que le acompaña.México y otras naciones latinoamericanas están en proceso de reformar nuestros caracteres nacionales y política democrática, en nuestro esfuerzo por tener una clase media más grande y vibrante, y por fin tenemos algunos éxitos. La clase media de Estados Unidos está bajo cada vez más presión, al tiempo que aumenta la brecha entre sus ingresos y los de los más ricos.¿No tienen realmente nada que aprender de nosotros los estadounidenses, después de que nosotros hemos aprendido tanto de ellos?Traducción: Alicia Gómez.Publicado originalmentre en The Sunday Review de The New York Times.