La proyección internacional en el primer año del gobierno de Peña Nieto ha desempeñado un papel central en su esquema de gobierno y de imagen. En una interpretación ampliada del principio de incertidumbre de Heisenberg (el físico alemán, no el químico de Breaking Bad), EPN y su equipo han pensado que si crean una mirada externa positiva y entusiasta de su gestión de arranque, dicha mirada coadyuvará a transformar la realidad… objeto de la mirada. No es una tesis absurda, ni demasiado novedosa. Tiene sentido esperar que si el mundo ve con admiración y simpatía la conducta —es decir, las políticas, el estilo y las prioridades— del nuevo régimen, ello contribuirá a desatar un círculo virtuoso: ánimo optimista, buena prensa, informes alentadores a cancillerías, análisis favorables de evaluadoras, = a mayor inversión extranjera y menor costo del dinero en los mercados financieros, = a mayor disposición de los capitales mexicanos a invertir también, = a mayor crecimiento de la economía a corto plazo, = a mejores expectativas a mediano plazo, = a mayor crecimiento sostenido. El esquema ha funcionado en otros países, pero encierra casi siempre un dilema: saltar lo más tarde posible de un témpano que se derrite a otro aún intacto para permanecer en el segundo el mayor tiempo posible. Si el juego de las expectativas no rinde frutos concretos muy pronto, se agota su efecto y se detona un círculo vicioso. Algo por el estilo le ha acontecido a Brasil, donde un exceso mundial de confianza y de fascinación provocaron esperanzas desmedidas e infundadas, que al no confirmarse por el desempeño concreto de la economía a partir de 2011, primero provocaron desinversión, después complicaciones en las finanzas públicas y las consiguientes protestas sociales y, por último (hasta ahora), la debacle de Eike Batista, el Slim brasileño, víctima de la mayor bancarrota privada en la historia de América Latina. A México y a Peña Nieto no les va suceder nada parecido, pero el riesgo de una espiral descendente sí existe.El problema estriba en la conjunción de tres aciertos de EPN que podrían convertirse en su contrario. El primero fue permitir o alentar —la verdad no sé bien cuál de las dos— la difusión de la idea de una economía mexicana en plena expansión —el Mexican Moment— cuando en realidad un gran número de economistas nacionales y extranjeros sabían desde principios de 2012 que este año creceríamos mucho menos que Brasil o que Estados Unidos. Promover la idea de un boom era buena, siempre y cuando terminara por producirse. En segundo lugar, el Pacto por México constituyó un verdadero hallazgo o hazaña al mostrarle al mundo que se había superado el principal obstáculo anterior a la puesta en práctica de grandes reformas estructurales: el desacuerdo entre los tres partidos de México. Por fin se ponían de acuerdo y aprobaban las reformas. El reto ha sido, y lo es cada vez más, que el Pacto acabó por convertirse en un fin en sí mismo, y en un factor de dilución del contenido de las reformas. La mirada externa, estimulada por el proyecto “Heisenberg” de EPN, detecta el debilitamiento de las reformas y lo denuncia, generando desconcierto y decepción. El tercer acierto tiende ya a transformarse en un error. Establecer una jerarquía de trascendencia de las reformas pertinentes, colocando a la reforma energética en primer lugar, fue una buena idea. Construir una secuencia, en la que la más importante viene al final, quizás tenía sentido en un año de crecimiento elevado y con reformas anteriormente aprobadas, de calado innegable e irreversible. No ha sido el caso. Ahora los mercados internacionales van a juzgar el conjunto de cambios propuesto por Peña Nieto en función del contenido real de la reforma energética, y en particular de la posibilidad de compartir producción y utilidades en México, y de obtener concesiones en México. Sin estas características varias de las grandes empresas petroleras le han hecho saber a Pemex que no invertirán en nuestro país, sobre todo ahora que el auge de la producción de gas natural de esquisto en Estados Unidos contribuye a una oferta mayor de hidrocarburos en el mundo y a mayores y mejores oportunidades de inversión fuera de México. El gobierno se ha jugado cara o corona con la reforma de Pemex, ante un público gigantesco, bien informado y exigente al extremo.¿Había de otra? Es difícil saberlo por una simple razón: Peña Nieto no ha querido, en mi opinión equivocadamente, informarle a la sociedad mexicana en qué estado recibió al país. No lo ha hecho porque piensa que una ruptura con Calderón impediría la imprescindible aprobación panista de las modificaciones constitucionales de los artículos 27 y 28. El costo es la opacidad y la ignorancia: no contamos con información suficiente para determinar, por ejemplo, si el desplome de la inversión extranjera directa en 2012 fue un accidente, rápidamente rectificado, o si es producto de una tendencia de largo plazo; si el estancamiento del turismo foráneo es pasajero o estructural; si el subejercicio del gasto es responsable del mediocre crecimiento de este año —algo fácil de remediar— o si los frenos a la expansión económica son más duraderos y poderosos.Nunca ha sido sensato vender la piel del oso antes de cazarlo, o la lecha de la lechera antes de ordeñarla. Una apuesta tan arriesgada sólo se justificaba si México se encontraba en una situación en verdad catastrófica. Tal vez sí, pero no nos enteramos a tiempo. Después, será tarde