Jorge Castañeda ya descubrió su género literario. El que mejor se aviene con su idiosincrasia, el más apropiado para hacer lo que más le gusta, que es hablar de sí mismo: la autobiografía. El suyo no es un alegato de entrega o sacrificio patriotero, un intento por limpiar su nombre ni una ofrenda en el altar de un ideal. Es, al contrario, la semblanza de un hombre que ha sabido vivir siempre a su manera, la afirmación de un temperamento sin virtudes ordinarias, menos el relato de una vida buena que de una buena vida.Pero Amarres perros no es solo la exploración de ese itinerario personal. Es una memoria de la posguerra desde la perspectiva de una élite usufructuaria de los mejores privilegios del viejo sistema político mexicano y, no obstante, exenta de su cerrazón y su aldeanismo. Es el registro de una red de parentescos, amistades, antagonismos e intereses que van anudándose entre México, Nueva York, El Cairo, París, Managua, El Salvador, Guatemala, la Habana, Washington, etc. Es el recuento de una muy aventajada experiencia cosmopolita de buena parte de la segunda mitad del siglo XX y de lo que va del XXI, de Kennedy a Hollande.En sus páginas hay numerosos episodios divertidos, revelaciones originales, harto chisme. Lejos de escatimarle a sus lectores información sobre sus andanzas, Castañeda las cuenta con entusiasmo, sobre todo de los años noventa en adelante. Aunque se echa de menos mayor profundidad en lo relativo a la relación con su padre, a sus viajes a Cuba y su labor “conspirativo-diplomática” de juventud, a sus conexiones con los medios y la política estadounidenses, a su aggiornamento intelectual—del materialismo histórico al pragmatismo democrático —o a su alianza con Elba Esther Gordillo, no hay desengaño para quien se acerque a este libro queriendo enterarse de su complicidad con Régis Debray, sus rupturas con la vieja izquierda, sus ires y venires con Carlos Salinas de Gortari, su participación en el Grupo San Ángel, su cercanía con Vicente Fox, sus desencuentros con el gabinete de la alternancia, su distanciamiento con García Márquez, su injerencia en el célebre episodio del “comes y te vas” con Fidel Castro, su malogrado vínculo con Adolfo Aguilar Zínser, su amorío con Adela Micha… Abundante materia, pues, para el comadreo.Uno de los ejes entrañables del libro, hablando de comadres, es la devoción por la amistad: el valor que Castañeda le adjudica a sus complicidades afectivas forjadas al calor de viajes, tertulias, coautorías, parrandas o grillas. Complicidades no exentas de tensión, de enrarecimiento o incluso de traiciones, pero en las que se alcanzan a entrever, aún así, cariño y camaradería. Con todo y que no debe ser nada fácil ser su amigo, convivir con su megalomanía o aguantar su displicencia, en este rubro Castañeda se precia de ser un tipo muy afortunado. Lo sabe y lo goza.En contraste, salvo por su madre —Neoma Gutman—, su maestro en el bachillerato —Ramón Xirau—, y el más refinado representante de la rancia tradición del nacionalismo revolucionario —Carlos Fuentes—, en los recuerdos de Castañeda escasean las presencias tutelares, autores o mentores en los que se detenga para reconocer deudas sustantivas. De igual forma, a pesar del largo tiempo que ha dedicado a impartir clases, tampoco menciona a alumnos sobresalientes, discípulos predilectos ni cursos memorables, si acaso nombra de pasada a uno que otro colega docente. Sus evocaciones de Princeton, la Sorbona, la UNAM, Berkeley o NYU son, en ese sentido, sorprendentemente genéricas. Hay momentos en los que parecen más las de un turista que las de un estudiante o un profesor. Castañeda lleva varias décadas en una suerte de matrimonio abierto con la academia, mas su propio testimonio demuestra que su visión y sus empeños fundamentales siempre han estado puestos en otro sitio.Digamos que si Jesús Reyes Heroles fue el prototipo mexicano del político-intelectual —un hombre de poder fascinado por las ideas—, Castañeda es el prototipo del intelectual-político —un hombre de ideas fascinado por el poder—. Y es que para Castañeda las ideas tienen, ante todo, una utilidad práctica: son instrumentos para movilizar, provocar, involucrarse. Amarres perros, de hecho, presenta su labor intelectual claramente bajo esa luz, es decir, como una forma de hacer política. Dice poco de sus libros en términos de su investigación o su escritura, de la literatura en la que se inscriben o con la que dialogan, de su aportación al conocimiento. Lo que dice se refiere, más bien, a la coyuntura en que fueron escritos, a sus tesis centrales y a su impacto. Uno se queda con la impresión de que los concibe no tanto como contribuciones para entender tal o cual fenómeno sino como artefactos para promover una agenda o, en su defecto, como consolaciones cuando no le sale un amarre. De modo que, en la autobiografía de uno de los intelectuales públicos más encumbrados de los últimos treinta años en México, el autor se retrata mucho más preocupado por el adjetivo “público” que por el sustantivo “intelectual”.Ocurre que el de Castañeda es un caso sui generis. La suya no es la historia del ideólogo dispuesto a entregarse a la causa de una tiranía (e.g., Gentile, Heidegger o Suslov), ni la del intelectual que se mete a la política y se topa con un mundo para el que no estaba preparado (e.g., Ortega y Gasset, Vargas Llosa o Ignatieff). Es la historia de un insider, a veces espectador, a veces participante, entregado no a una causa sino a un apetito de poder al que nada político le es ajeno.En el balance de su vida Castañeda presume pocas pero significativas victorias. Por ejemplo, la fabricación junto con su padre de un presunto deterioro de la imagen internacional de México, sembrando notas críticas en varios periódicos extranjeros a principios de los años ochenta, con el fin de presionar al ejército mexicano para que dejara de deportar a miles de indígenas, simpatizantes de la endeble guerrillera guatemalteca, que cruzaban la frontera con Chiapas huyendo de la represión. O su papel oficioso en la Declaración Franco-Mexicana sobre la Guerra en El Salvador, una maniobra que otorgó reconocimiento diplomático a la guerrilla salvadoreña como una fuerza política representativa y que a la larga, en conjunto con otras acciones, llevó a que el gobierno militar y Estados Unidos admitieran una salida negociada al conflicto que asolaba a dicha nación centroamericana. O su activismo como éminence grise de la alternancia presidencial en el 2000: su destreza para promover la percepción de que el proceso electoral podía convertirse en un referéndum histórico a propósito de la permanencia del PRI en Los Pinos y su labor en la construcción de una candidatura competitiva en torno a la rústica figura de Vicente Fox. O, finalmente, el impulso que supo dar a la protección de los derechos humanos en México durante su breve gestión como canciller, ya a través de la ratificación de múltiples instrumentos regionales o internacionales en la materia, ya mediante una inusitada colaboración con organizaciones como Human Rights Watch, la Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU o Amnistía Internacional. Quizás haya detalles susceptibles de ser disputados, en los que Castañeda exagere su mérito personal o relativice el de otros, no preste suficiente atención a las condiciones estructurales o a los golpes de suerte. Con todo, sería ingenuo exigirle mucha precisión histórica a alguien con tanto afán protagónico. Lo indisputable, a fin de cuentas, es que se trata de intervenciones importantes, exitosas, que de un modo u otro contribuyeron a cambiar el curso de los acontecimientos. No hay razón para escatimarles trascendencia. Honor a quien honor merece.Sus derrotas son más numerosas y, en cierto sentido, más interesantes. En principio, por lo que se juega al contarlas: “la autobiografía solo es confiable cuando revela algo vergonzoso. El hombre que ofrece un relato favorable de sí mismo probablemente miente, pues cualquier vida vista desde su interior no es más que una serie de derrotas”, escribió George Orwell.* No es una faena fácil y, sin embargo, Castañeda sale relativamente bien librado de ella. Es creíble porque reconoce sin regateos sus múltiples fracasos, es fiel a sí mismo en la arrogancia con la que los reconoce (e.g., “mi problema siempre ha sido el timing: me equivoco en el momento de tener razón”).Un par de sus derrotas son interesantes, asimismo, por las consecuencias francamente trágicas que tuvieron. Una fue el efecto de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 sobre la posibilidad de un acuerdo migratorio con Estados Unidos, el descarrilamiento de un audaz proceso de negociación que parecía concretarse y cuyo resultado hubiera cambiado la vida de millones de personas. La otra fue la “templada administración del statu quo” por la que terminó optando el foxismo hecho gobierno, la aversión conservadora que mostró el presidente del “cambio” a la hora de enfrentar al PRI como oposición, misma que según Castañeda significó renunciar a la posibilidad de hacer efectiva la promesa transformadora que los había llevado al poder. La primera fue la derrota fortuita de un lance admirable, por mucho el mejor proyecto de política exterior que ha tenido la democracia mexicana, y que a su vez hubiera representado un tremendo triunfo político para Castañeda. La segunda fue la derrota de una expectativa tal vez sobrada, a un tiempo ilusa y soberbia, muy atrabancada, sobre el poder real del presidente Fox y los recursos efectivos con los que todavía contaba el PRI.Finalmente, también son interesantes sus derrotas por las ganancias que logra entresacar de ellas . Su esfuerzo por renovar el Partido Comunista Mexicano; su apuesta por la candidatura de Cuahutémoc Cárdenas en 1988; su oposición al Tratado de Libre Comercio por omitir cualquier cláusula democrática o de derechos humanos; su decisión de buscar una candidatura presidencial en 2006, por la vía independiente o por la partidista; o sus maquinaciones para integrarse al gabinete de Felipe Calderón o de Enrique Peña Nieto: todas tentativas fallidas pero con respecto a las cuales Castañeda siempre encuentra la manera de sacar provecho, de caer parado. Como él mismo lo advierte, con un raro tono a medio camino entre resignado y cínico, en su vida casi no hay mal que por bien no venga.Amarres perros es un monumento que Jorge Castañeda erige a la imagen que tiene de sí mismo pero es, además, otra cosa. Porque detrás de esa celebración adolescente de su reiterado ensimismamiento hay una fascinante historia de orgullo y mezquindad, de ambición e intemperancia, de fortuna y vanidad, de eficacia e impericia, de ostentación y fracaso. Hay, en suma, una educación política.