Jorge G. Castañeda
The New York Times en español
CIUDAD DE MÉXICO — El mes pasado, Estados Unidos se negó a comparecer ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Washington por primera vez en décadas. El país es integrante de la comisión y suele estar presente en sus reuniones. Sin embargo, en esta ocasión, la delegación de Estados Unidos era la que se enfrentaba a un interrogatorio, sobre las órdenes ejecutivas del presidente Trump para prohibir el ingreso a personas provenientes de seis países de mayoría musulmana, acelerar la deportación de los migrantes indocumentados y debilitar las normas ambientales. En lo que respecta a rendir cuentas sobre el cumplimiento de los derechos humanos, la negativa a comparecer colocó a Washington al mismo nivel turbio de Nicaragua, Venezuela y Cuba.
Felicidades, secretario de Estado Rex Tillerson.
Aceptemos que Estados Unidos nunca ha sido del todo congruente en su defensa de los derechos humanos en el extranjero, ni tampoco cumple a la perfección esos ideales en casa. Tampoco forma parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969. Sin embargo, ahora, al retirarse abiertamente de su función como defensor del concepto mismo, demuestra un menosprecio cínico hacia los derechos humanos, incluso como propósito. Esto prácticamente garantiza un resultado que estamos comenzando a ver: dictadores y demás bravucones se sienten envalentonados para pisotear los derechos y las libertades con impunidad.
En el hemisferio occidental y el Medio Oriente ya tenemos una oscura confirmación de que el apoyo rotundo de Washington es esencial para que el resto del mundo tome en serio los derechos humanos.
Trump se siente cómodo en compañía de personajes que han violado los derechos humanos de forma atroz, como Abdulfatah el Sisi de Egipto, a quien recientemente agasajó en la Casa Blanca por ser un “tipo fantástico”. Solo dejó de expresar abiertamente su admiración hacia Vladimir Putin después de que el fortachón ruso respaldara las negativas de responsabilidad del dictador sirio Bashar al Asad —evidentemente falsas– por el uso de gas sarín para matar a civiles sirios, una atrocidad que hasta Trump tuvo que reconocer como la obra de un “animal”.
Además, en semanas recientes, el secretario Tillerson decidió no publicar el Informe de Derechos Humanos que su departamento elabora cada año, mientras que las propuestas de recortar la ayuda de Estados Unidos a organizaciones internacionales contribuyeron a sembrar en la sede de las Naciones Unidas en Ginebra el miedo de que Estados Unidos pudiera retirarse del Consejo de Derechos Humanos de ese organismo.
Recientemente, el presidente Enrique Peña Nieto de México puso el tema de la impunidad bajo los reflectores al enviar un proyecto de ley al congreso mexicano que debilitaría muchas reformas judiciales adoptadas durante la década pasada. Las normas de juicio justo que podrían quedar reducidas a cenizas incluyen la presunción de inocencia; la inadmisibilidad de las pruebas de oídas y los testimonios obtenidos bajo tortura, así como la prohibición de privar de su libertad sin un juicio a las personas durante un largo periodo.
Las reformas que se anularán se habían establecido después de que Washington ejerció presión para su creación. Cuando el expresidente Felipe Calderón declaró la guerra contra las drogas en 2007, buscó la ayuda de Washington para llevar a cabo su guerra insensata, sangrienta y desorbitada. Los presidentes George W. Bush y Barack Obama aceptaron irreflexivamente, pero a cambio exigieron modificaciones en el sistema mexicano de justicia y proveyeron fondos para llevarlas a cabo.
La marcha atrás de Peña Nieto también incluye buscar la aprobación de una ley de seguridad nacional, que el congreso ha retrasado interminablemente. En principio, crea un marco legal para la participación del ejército en la procuración de justicia, haciendo énfasis en el narcotráfico y la delincuencia organizada. No obstante, también permitiría un Estado casi de sitio en ciudades o estados donde se haya comprobado que la policía local no pueda garantizar el orden. Muchos analistas jurídicos mexicanos dicen que esto podría ofrecer al Ejército y a la Marina una amnistía que les daría carta blanca para violar los derechos humanos.
En otras circunstancias, Estados Unidos podría ser una fuerza que respaldara el Estado de derecho, los derechos humanos y el control civil sobre el militar en México; por ejemplo, al rescindir una vergonzosa decisión que el Departamento de Estado del presidente Obama emitió el año pasado, mediante la cual certificó que México había avanzado suficiente en materia de derechos humanos como para recibir más financiamiento.
¿Qué podría argumentar la administración de Trump para disuadir a Peña Nieto de suprimir las reformas judiciales? Muchos mexicanos protestarían: ¿qué se creen en Washington para darnos sermones sobre el debido proceso o la presunción de inocencia? Son, ni más ni menos, quienes prepararon los nuevos lineamientos del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos sobre la “deportación acelerada expandida” y los “actos imputables”, con el propósito explícito de acelerar y aumentar las deportaciones de mexicanos.
Este es el meollo del asunto. Al recomendar que se extienda la deportación acelerada a aquellos detenidos en cualquier punto de Estados Unidos, en lugar de solo a 160 kilómetros de la frontera, así como a todos aquellos que hayan estado en Estados Unidos por hasta dos años, en lugar de dos semanas, el general John F. Kelly, secretario de Seguridad Nacional, propone eliminar el derecho al debido proceso para muchos migrantes indocumentados. Ahora el asunto está en los tribunales y tomará años para que la Suprema Corte, que decidió en 2001 que los indocumentados tendrían derecho al debido proceso, emita una decisión final.
Mientras tanto, ¿cómo puede presionar Washington a México para que mantenga sus reformas sobre el debido proceso, cuando su administración está luchando por el derecho a deportar decenas o cientos de miles de mexicanos sin que tengan derecho a un juicio?
La misma lógica aplica a la presunción de inocencia. Los nuevos lineamientos de Washington ponen en riesgo de deportación inmediata a cualquier persona que un agente de aduanas o fronterizo crea que haya cometido un acto “imputable”. El deportado no necesita haber sido acusado, juzgado ni sentenciado y la naturaleza del acto es irrelevante. Es más, el solo hecho de estar en Estados Unidos sin autorización podría dar lugar al arresto y, en ausencia de prioridades de deportación, sería el delito más fácil de invocar.
México no es el único país escéptico ante las políticas de Trump. Temiendo que la democracia misma esté en riesgo en América Latina, la Organización de Estados Americanos ha emprendido la compleja tarea de suspender a Venezuela de sus filas. Al invocar la Carta Democrática Interamericana, un grupo de países que forman parte de la organización espera forzar al gobierno del cuasi dictador Nicolás Maduro a convocar elecciones y liberar a los prisioneros políticos o bien enfrentar la suspensión.