Jorge G. Castañeda
Hay personas inteligentes en el entorno de Margarita Zavala de Calderón, que debieron haberle aconsejado no lanzarse a una aventura innecesaria y contraproducente. No me refiero a su salida de Acción Nacional, sino a la idea misma de su candidatura, independiente o panista. Entre esas personas incluyo, desde luego, a su hermano, a quien conozco bien y con quien trabajé de manera agradable y productiva durante casi tres años. Juan Ignacio es listo, a estas alturas avezado, indudablemente simpático y cercano a su hermana. No se cuál sea su opinión más íntima sobre la candidatura fraterna, pero es evidente que en público se ve obligado a defenderla, tanto frente a críticas sustantivas como superficiales.
En su artículo más reciente en El Financiero, llega incluso al extremo de defender al gobierno de su cuñado, y en particular su sangrienta guerra contra el narco, juicio explícito que no necesariamente equivale a una convicción interna. Lo hace ante una tesis que planteé la semana pasada en estas mismas páginas, a saber, que la salida de Margarita del PAN le facilitaba las cosas al Frente, ya que podía dejar de cargar el lastre de la guerra de Calderón. No entraré aquí en responder a Juan Ignacio sobre el fondo de este asunto; habrá tiempo para hacerlo y, además, se trata más bien de un debate entre panistas y expanistas, y no soy ni lo uno ni lo otro. Tampoco comentaré otra afirmación de Zavala, esto es, la supuesta influencia que ejerzo sobre Ricardo Anaya, a través de “pláticas eternas en restaurantes a la vista de todos” (supongo que Juan preferiría que me reuniera con Anaya a escondidas). Me limitaré a discutir su acusación más personal: mi “patética misoginia, consecuente con una persona rencorosa.”
De lo rencoroso, he escrito ampliamente en un libro cuya lectura Zavala hizo sin duda bien ahorrarse. Hasta aquí ningún desacuerdo. Doy por sentado que por misoginia se refiere a mi insistencia en referirme a su hermana como Margarita Zavala de Calderón, o a la “esposa de Calderón”, como lo hace también Andrés Manuel López Obrador. O quizás al hecho de que pienso que hasta que se demuestre con hechos y dichos lo contrario, la hermana de Zavala es solidaria con las políticas públicas ejercidas durante la presidencia de su cuñado. Al día de hoy, no existe, políticamente hablando, más que como esposa de quien fuera Presidente. Y sí, en efecto, creo que es correcto referirme en esos términos a Margarita Zavala de Calderón, por varias razones.
En primer lugar, porque varias mujeres en la política, cuyos maridos fueron primeros mandatarios, conservaron el apellido de sus maridos, por la sencilla razón que les convenía a ellas, a ellos, a sus amigos y en ocasiones a sus adversarios. Violeta Barrios de Chamorro o simplemente Violeta Chamorro, Cristina Fernández de Kirchner, Hillary Rodham Clinton (a quien Margarita Zavala de Calderón quiso emular en algún momento) e incluso, aunque muchos se enojen, Martha Fox. Mi madre siempre firmaba Neoma G. de Castañeda, porque a pesar de tener varias carreras propias y una personalidad de cierta fuerza, hasta muy poco antes de su muerte, fue un apéndice de mi padre. Reconocer esta realidad, y utilizarla para fines políticos –a favor o en contra– me parece normal, lógico y de ninguna manera misógino. Atribuirle a la esposa de Calderón el apoyo y el acuerdo con las políticas del gobierno de su marido me parece la consecuencia obvia de un hecho incontrovertible: Margarita Zavala debe su existencia política a su cónyuge, para bien y para mal. El día que Zavala de Calderón se deslinde claramente de dichas políticas, podremos discutir las suyas; mientras, las suyas son las de él.
En Twitter, algunas personas me reclaman un poco lo mismo que Zavala, pero de otra manera. Sostienen que las esposas no son apéndices de sus maridos, por el mero hecho de ser esposas.
Depende: unas sí y otras no. No hay reglas en esto y, en general, tratándose de personas privadas, son asuntos privados de cada pareja. Cuando se trata de personas públicas, y que aspiran a ser la persona más pública del país –Presidente de la República– son asuntos públicos, y deben ser juzgados como tales. Aunque a sus hermanos o hermanas les moleste.