El destape que ya no es

El Financiero

Jorge G. Castañeda

Supongo que estamos en vísperas de la designación por Enrique Peña Nieto del candidato presidencial del PRI. Por varias razones, políticas y jurídicas, no podrá posponer la decisión mucho más allá de finales de noviembre. En vista de que llevo más de veinte años ocupándome de este tema –sobre todo a partir de los chismes de sobremesas, pero también de mi libro La herencia– comparto mi especulación pura y dura con el lector.

Me centro en las diferencias con el pasado. La más obvia: Peña escogerá al candidato del PRI, no al próximo presidente, como lo creyeron todos los mandatarios de facto o de jure desde Calles, en 1933, hasta Zedillo, en 1999. Para quienes pensamos que ningún presidente saliente con menos de 30% de aprobación puede lograr la elección de un sucesor de su propio partido, sin hablar del grupo más cercano de su gabinete, Peña va a escoger al perdedor, no al próximo jefe de Estado.

Segunda: ahora cuenta el criterio de poder ganar. Antes no. La elección ya estaba ganada desde un principio. Nunca fue un criterio para el autor del dedazo. Podría no serlo para Peña, si decidiera que su partido no tiene como ganar esta vez, y que le conviene más apostar todo a uno de los otros dos candidatos. Dudo que lo haga y, por lo tanto, deberá valorar las virtudes en campaña de sus opciones. Ninguno es Obama, Fox, o Peña.

Última diferencia: la cola por pisar, o los cadáveres en los armarios por descubrir, también cuentan. No a la norteamericana, quizás, pero sí con mucha más contundencia que en el pasado. Y hay dos tipos de colas, tanto en materia de corrupción como de violaciones de derechos humanos. Una es la proactiva y descarada. El que roba, o mata o ambas cosas. La otra es más compleja: la pasiva-omisa. Cualquier candidato de oposición –AMLO, Anaya o una opción no partidista del Frente, o un independiente como Ríos Piter– harán campaña contra el malo de la película y de la boleta: Peña Nieto. El ungido del PRI podrá alegar hasta el infinito que no robó, ni mató. La pregunta es si sabía quién sí robó, o sí mató, o si nos dirá que nunca se enteró de nada: ni de los muertos, ni de los miles de millones robados. Sostendrá que él sólo manejaba el tren que conducía a Auschwitz, pero que jamás se imaginó lo que allí sucedía. Seguía órdenes.

Mis amigos priistas de buena fe sostienen que este dilema se resuelve como siempre: con un pacto tácito o secreto entre el Presidente y el candidato, en el que el primero acepta (a regañadientes) que el segundo lo ataque. No sé si este procedimiento alguna vez funcionó en los hechos, pero estoy seguro que en democracia es insostenible. Cualquier crítica o deslinde del priista a su mentor, será de inmediato aprovechado por sus rivales para interpelarlo con la pregunta de los 64 millones: ¿por qué no lo dijiste antes?, ¿por qué no renunciaste?, ¿por qué fuiste cómplice, pasivo, o tal vez, muy activo? De los precandidatos de Peña Nieto, no sé cuál pase esta prueba del añejo.

En Morena, el candidato presidencial será quien decida AMLO. Ya sabemos quién es. En los hechos, en el Frente, el candidato será quien escoja Ricardo Anaya, muy probablemente él mismo. En el PRI, decidirá Peña Nieto. No es un peor método que otro, mientras los militantes del PRI, del PAN, del PRD o de Morena acepten este estado de cosas. Y cuando lo rechacen, a ver qué método inventan. No se me ocurre ninguno que funcione.

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