Jorge G. Castañeda
En México, desde varios años, se discuten las virtudes y los inconvenientes de la segunda vuelta en la elección presidencial, por lo menos. En San Luis Potosí, de 1996 a 2005, se puso en práctica para comicios estatales, aparentemente sin gran éxito, ya que se abandonó el esfuerzo al poco tiempo. Aunque parece ir surgiendo un consenso entre especialistas, comentócratas y empresarios sobre el carácter deseable de este mecanismo, no fue posible establecerlo para esta elección presidencial. Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador se opusieron de manera tajante, por razones similares.
No obstante, en México, desde 1994, la segunda vuelta opera, como todo el mundo sabe, a través de las encuestas, los chismes, los desayunos y los conciliábulos. Se acaba por imponer una dinámica de dos finalistas, con varios más que se quedaron en el camino. Ese año, la segunda vuelta se dio después del debate entre Ernesto Zedillo y Diego Fernández de Cevallos; en el año 2000 participaron en ella Francisco Labastida y Vicente Fox, en parte a raíz del primer debate, en parte a raíz de la estrategia de Fox de atraer el voto de izquierda, útil, o de izquierda azul; en 2006, entre Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, y en 2012, entre Enrique Peña Nieto y nuevamente AMLO. Todo esto es muy sabido, y más allá de las consideraciones aprobatorias o reprobatorias que cada quien pueda tener ante este sistema, creo que es difícil negar su existencia.
La primera vuelta de la elección de 2018 tuvo lugar el domingo del debate. Desde antes, la gran mayoría de las encuestas indicaban que los finalistas en estos comicios eran López Obrador, nuevamente, y Ricardo Anaya. Pero, en parte porque al PRI le gusta inventar encuestas patito en medios patito, en parte porque la esperanza es lo último que muere, y en parte porque algunos poderes fácticos llegaron a creerse el cuento de la potencia del aparato estatal en manos de un avezado experto electoral como Peña Nieto, algunos sectores aún creían que el candidato del PRI podía pasar a la final. Después del debate del domingo es evidente que no. La campaña de la segunda vuelta comenzó el lunes en la mañana y está ya en plena marcha. El problema con este sistema muy mexicano es que no obliga a los que se quedaron rezagados en la primera vuelta a desaparecer formalmente de la segunda, ni a definirse ante los finalistas. Ahí yace una de las incógnitas de la segunda vuelta.
La otra gran incógnita es si la victoria de Anaya en el debate se traducirá rápida y significativamente en intenciones de voto de acuerdo con las encuestas. Lo iremos comprobando en los próximos días, pero mi corazonada es que el desempeño de Anaya, tan superior al de los demás, sí surtirá efecto en las preferencias electorales, y veremos, tal y como ya sucedió con Massive Caller, que la brecha entre él y López Obrador se irá cerrando. Ya si esa brecha es muy grande, mediana o pequeña, dependiendo de la encuesta en la que uno quiera creer, es harina de otro costal. Lo importante, por ahora –obviamente no a finales de junio– es la tendencia, no los absolutos.
Es un sistema muy peculiar el que hemos inventado, pero es el que hay. Y en ese sistema concluyó la primera parte de la campaña electoral el domingo, y el lunes empezó la segunda etapa. Estamos en plena segunda vuelta y en esa todo puede suceder.