Jorge G. Castañeda
Otro dato interesante que aportan las encuestas de salida proviene de la de GEA-ISA, levantada obviamente el día de las elecciones y publicada el miércoles. Del total de encuestados, 77% desaprobaron la labor del presidente Peña Nieto; 13% la aprobaron. Se trata de números patéticos, de tipo “peruano” (por alguna extraña razón, todos los presidentes peruanos terminan sus mandatos con cifras abismales).
Del total de mexicanos críticos de Peña Nieto, 56% votaron por Andrés Manuel López Obrador, 29% por Ricardo Anaya y 12% por José Antonio Meade. En otras palabras, AMLO se llevó dos veces más votos de quienes desaprobaban a EPN, que el candidato del Frente. Fue más creíble la postura antiPeña de López Obrador que la de Anaya, aunque la de Anaya fue más dura y directa.
Del 13% de los votantes que aprobaron a Peña Nieto, dos tercios votaron por Meade: una muy elevada proporción de un segmento muy pequeño de la población. Es decir, la lealtad de Meade con su jefe le resultó redituable: la mitad de sus electores, más o menos, provienen de la bolsa de quienes poseen una opinión favorable de la gestión de Peña. Pero Meade prácticamente no alcanzó votos (sólo 12%) del enorme universo de quienes desaprueban a EPN. No había cómo ser un candidato del PRI competitivo sin una ruptura o deslinde con Peña Nieto, llevado a cabo con mayor o menor intensidad. Meade, o no lo entendió, o no lo pudo llevar a cabo, o prefirió hundirse con el barco antes que “traicionar” a su capitán. Con estos números, no había cómo salvarse sin abandonar a EPN.
Pero si subsiste un dilema relacionado con Meade –no podía competir siendo súbdito de Peña, pero tampoco podía romper con él–, no existe ninguna explicación racional y comprobable del comportamiento presidencial. Los índices de aprobación de Peña no se movieron mayormente a partir del escándalo de la Casa Blanca, aunque empeoraron, para recuperarse a sus niveles anteriores, con el gasolinazo. El consultor norteamericano y demócrata Jim Messina viajó a México en varias ocasiones en 2015 y 2016. Le aclaró a los políticos del PRI y del gobierno: con un Presidente cuya aprobación es inferior a 30%, no hay cómo ganar una elección asociándose con él. Todo esto Peña lo sabía. La única manera para el PRI de no desplomarse consistía en construir, en los hechos, un frente antiAMLO, junto con otros partidos, pero no encabezado por el PRI. Y la única manera de proteger el legado de EPN –no su persona– consistía en contribuir a la victoria de una alternativa a AMLO.
Existía una manera de lograrlo: con la segunda vuelta electoral, aceptando que el PRI quedaría eliminado en la primera y contenderían en la final López Obrador y algún candidato PAN-PRD-MC y sociedad civil, a quien los votantes priistas votarían. Dicho Frente, por definición, no podía ser encabezado por un priista, y quizás tampoco por un aspirante emanado de Acción Nacional. Con el pretexto de no desanimar a los priistas aceptando la segunda vuelta y una probable derrota, Peña desestimó los consejos que muchos le profirieron. Como dice Dante Delgado, decidió, con mayor o menor conciencia, no seguir el ejemplo de su colega François Hollande que, al comprobar su enorme rechazo por la sociedad francesa, resolvió no presentarse a la reelección –el primer presidente de la V República en resistir dicha tentación– y construyó, desde el Palacio del Eliseo, la candidatura de Emmanuel Macron.
Peña no lo hizo. Hoy seguramente no se arrepiente. Muchos también argumentarán que, con 30 puntos de ventaja, igual en segunda vuelta ganaba AMLO. Dejo abierta la hipótesis para reflexión: en una segunda vuelta entre Andrés Manuel y un@ candidat@ que no fuera del PRI, sin una campaña previa del Estado contra dicha candidatura, ¿de cualquier manera ganaba AMLO? ¿Con carro completo?