La disyuntiva de CubaJORGE CASTAÑEDA 14/08/2007 El pasado 26 de julio, los cubanos festejaron el 44º aniversario del asalto al Cuartel Moncada, hito que marca el inicio de la revolución de Fidel Castro, y también evocaron, con felicidad o tristeza, según el caso, el paso de un año sin el Comandante en Jefe. Seguramente la segunda conmemoración fue más significativa que la primera; al final de cuentas, la isla lleva casi medio siglo recordando el Moncada, y para el 70% de sus habitantes, Castro ha sido el único gobernante: un año sin él es como un día sin sol en La Habana.Su ausencia el 26 de julio, así como su prolífica producción de reflexiones y ocurrencias en las más de 35 columnas que ha publicado en ese medio sin parangón en el periodismo mundial que es el Granma, han dado lugar a una especulación infinita sobre el papel actual de Castro en Cuba. Ha generado también una discusión, igualmente interminable y obsesiva, sobre el futuro de la isla, cuando el Comandante ya no esté. Sin embargo, en lugar de buscar adivinar el futuro, podría resultar más provechoso escudriñar el pasado de la Antilla Mayor para dilucidar las alternativas que se le abrirán en las semanas y meses subsiguientes, cuando las inescapables realidades terminen por imponerse.Cuba siempre ha sido una excepción en América Latina. Hoy tiene que decidir si quiere seguirlo siendo. Cuando hace ya casi dos siglos el resto de la región iniciaba su gesta por la independencia, y la consumaría algunos años después, según la colonia y el colonizador, la isla, junto con Puerto Rico, permaneció bajo la férula española hasta finales de siglo, a pesar de los intentos heroicos y vanos de próceres como Maceo y Martí. Cuando en el 99 finalmente alcanza la independencia, fue efímera. La infame Enmienda Platt, aprobada por el Congreso de EE UU en 1901, colocaría a Cuba en una situación única, de nuevo sólo acompañada de Puerto Rico, en todo el hemisferio: una neocolonia o protectorado formal de Washington, sujeta a la tutela económica, jurídica, militar y política de Estados Unidos en la plena acepción del término. Huelga decir que los norteamericanos desembarcaron en otras latitudes regionales durante el siglo XX: Panamá, México, Haití, República Dominicana, Nicaragua, Honduras. Y sabemos desde hace años -ahora lo comprobamos en el magnífico libro de Tim Weiner, A Legacy of Ashes: The History of the CIA- que los estadounidenses lanzaron un sinnúmero de operaciones clandestinas en toda América Latina. Pero el estatuto descaradamente formal… fue para Cuba.La anomalía cubana se interrumpió un tiempo a partir de 1934, cuando Franklin Roosevelt deroga la Enmienda Platt, e inaugura en breve período de normalidad cubana. De esa fecha y hasta el segundo año de la revolución, en 1960, Cuba padeció y se deleitó con las mismas delicias y traumas del resto de la región: insurrecciones, asesinatos políticos, golpes de Estado fallidos o exitosos, elecciones limpias o fraudulentas, represión, corrupción, amplias alianzas durante la Segunda Guerra Mundial, anticomunismo visceral durante la guerra fría. Pero esta excepción a la excepcionalidad tampoco resultaría duradera: a partir de 1960, apenas un año después de la entrada a La Habana de los barbudos de la Sierra Maestra, la diferencia volvería por sus fueros.A partir de mediados de ese año, o, si se prefiere una precisión calendárica pero no política, después de la batalla de Playa Girón en abril de 1961, Cuba pasaría a vivir bajo un régimen autodenominado socialista, con todo lo que implicaba. Empezó la era del partido único, de la ausencia de elecciones y las violaciones a los derechos humanos, de la economía centralizada y la eliminación de la propiedad privada de los medios de producción, del ingreso al bloque socialista, al Comecon y al CAME, del antiimperialismo y del internacionalismo, o del anti-americanismo y la exportación de la revolución. Mientras, América Latina no se instalaba precisamente en el paraíso -al principio, fue la era de los golpes militares, de la tortura y las desapariciones-, pero paulatinamente avanzaba hacia lo que impera hoy en la región. De manera insuficiente, pero generalizada, ahora en América Latina rigen condiciones de democracia representativa, con elecciones libres y programadas, de respeto creciente a los derechos humanos, de economías de mercado y globalizadas que crecen a tasas desconocidas desde los años setenta, con sociedades abiertas y Gobiernos deseosos de relaciones ecuánimes con Washington. Mientras que Cuba permanece congelada en el pasado, como el malecón de La Habana: poblado por autos que son antigüedades, y hoteles que con sus techos altos y candelabros inmensos provocan una nostalgia infinita entre quienes dejaron allí su juventud, fortuna o virginidad.Cuba sigue instalada en la excepción: su sociedad cerrada, su Gobierno obstinado en la tradicional virulencia antiestadounidense, con una economía en harapos que poco a poco destruye los innegables logros en educación y salud de los años sesenta y ochenta, y en abierto desafío a la modernidad. Hay hoy en la isla 40.000 usuarios de Internet -en un país de casi quince millones de habitantes-. América Latina oscila entre Gobiernos de centro-izquierda -Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Panamá-, de centro-derecha -Colombia, México, Centroamérica- o populistas light -Argentina, Ecuador, Nicaragua, Bolivia-, pero sólo el excéntrico y exótico "socialismo del siglo veintiuno" de Hugo Chávez se asemeja al socialismo trasnochado de la Perla de las Antillas.La disyuntiva entonces es evidente, y sencilla. Cuando concluya la era de Fidel Castro, en una semana o en dos años, conservando parte del poder o entregándolo todo, con algunas reformas pragmáticas de Raúl o sin ellas, Cuba podrá transformarse en una república más de América Latina, o perseverar en su resignado u obstinado intento -viejo ya de dos siglos- de ser diferente, cualquiera que sea el costo para sus habitantes. Puede celebrar elecciones, entenderse con Washington, reconocer y aceptar las desigualdades que implica la economía de mercado en un mundo globalizado, sufrir los embates de medios libres y críticos, poseer un Ejército pequeño y alejado del poder, y ser finalmente como los demás, o puede insistir en enfatizar su excepcionalidad. La decisión para los cubanos -todos ellos: los de la isla, y las decenas que llegan a México cada día, los de Madrid y los de Miami- es desgarradora. Pero es ineludible.Jorge Castañeda fue secretario de Relaciones Exteriores de México desde 2000 a 2003, y es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.