Jorge G. Castañeda
Los dos tiroteos o masacres del sábado en El Paso y Dayton, en Estados Unidos, responden a muchos factores que ya han sido expuestos y denunciados desde hace tiempo. Existe un conjunto propio de todos los trágicos y odiosos episodios que se reproducen una y otra vez. Y en el caso de la ciudad texana, se suma un ingrediente nuevo.
The New York Times publica el domingo un largo artículo subrayando lo que ya se ha demostrado, pero que ahora conviene reiterar. La única correlación existente entre masacres de ésta naturaleza y un factor explicativo constante a escala internacional es el número de armas. No hay más locos en Estados Unidos que en otros países; no conforman una sociedad más violenta, medida por asaltos, violaciones, secuestros, etc. Lo que hay son más, muchísimas más, armas en Estados Unidos que en cualquier otro país del mundo. Mientras eso no cambie, o no se impongan controles mucho más rigurosos a su venta, posesión y uso, proseguirán los horrores, y por las mismas razones.
Lo nuevo, lo específico de la tragedia de El Paso, no es sólo que hayan muerto siete mexicanos, y hayan resultado heridos otros siete (las cifras pueden cambiar en estas horas). Recordemos que gracias a la guerra del narco mueren ahora en promedio cien mexicanos todos los días, en México.
Lo verdaderamente nuevo yace en la intención manifiesta del asesino. Quería matar mexicanos, y viajó desde Dallas hasta la ciudad fronteriza porque “allí hay más mexicanos”. No es producto de la casualidad el número de mexicanos abatidos; es el resultado de una acción deliberada y consciente, divulgada en un manifiesto subido a redes sociales poco tiempo antes de la barbarie en Walmart.
Ahora bien, ese acto espantoso y explícitamente reconocido por el asesino, es a su vez producto de otra cosa. Se llama el discurso del odio. Los progresistas, latinos, demócratas, católicos, etc., en Estados Unidos, tienen toda la razón cuando denuncian la responsabilidad de Donald Trump en este crimen. El delirio racista y xenófobo del criminal es una consecuencia del discurso racista y xenófobo de Trump desde hace ya cuatro años, cuando bajando la escalera mecánica de su edificio en Nueva York, acusó a los migrantes mexicanos de ser violadores y narcotraficantes.
No ha cesado desde entonces, incluso la semana pasada, cuando se refirió a los centroamericanos en la frontera, a los negros de Baltimore, o a las legisladoras del “escuadrón” en los términos deplorables que todos conocemos.
En muchos países del mundo el discurso del odio se encuentra prohibido. En Estados Unidos, gracias a la primera enmienda a la constitución de 1787, no es el caso. En México, tampoco. Aquí cada quien puede, y es, tan antisemita, racista o despectivo en público o privado, como se le da su regalada gana. Pero nadie debe llamarse a engaño: el meollo de la tragedia de El Paso reside en el discurso del odio de Trump.
Peña Nieto, Claudia Ruiz Massieu y Luis Videgaray nunca consideraron conveniente responderle al precandidato Trump (para no hacerle el caldo gordo), al candidato Trump (para no meternos entre las patas de los caballos), o al presidente Trump (para no hacer peligrar otros temas de la relación bilateral). Prefirieron permanecer callados. López Obrador y Ebrard, con la excusa absurda de la no intervención y de su absoluto pavor ante Estados Unidos, tampoco han buscado contestar. Ahora nos salen con una bola de tonterías, llegando hasta pedir la extradición de Patrick Crusius, y de hablar de terrorismo antimexicano, pero olvidando el discurso del odio antimexicano y su principal vocero.
Es como si ante un discurso antisemita explícito y vociferante del presidente de Hungría, por ejemplo, y ante la masacre de una decena de judíos en Budapest, el Estado de Israel protestara contra la legislación de armas en Hungría, llamara a “lograr la paz, nada del uso de armas, de fuego, destructivas, amarnos, querernos unos con otros, no odiarnos, hacer a un lado la discordia, buscar siempre la unidad de todos los seres humanos. Abrazos no balazos.” (AMLO, ayer, según Reforma), y divagara con interponer una “denuncia, la primera en su tipo, por terrorismo en contra de nacionales de México en territorio de Estados Unidos.” Pero sin jamás mencionar el discurso anti-semita recurrente del presidente de Hungría. Hasta a Netanyahu lo lincharían en Israel por una actitud semejante.