Héctor Aguilar Camín y Jorge G. Castañeda vuelven a las andadas y, luego de un periplo por varias ciudades del país, adicionan su análisis-propuesta de “Un Futuro para México” (que comentamos en esta columna, bajo el título de “La Agenda Liberal”, el 1º de diciembre de 2009), en un ensayo publicado en la más reciente entrega de la revista Nexos, intitulado —con más ingenio que precisión— “Volver al Futuro”. La primera imagen es muy sugerente: la del país ballena que se sigue creyendo ajolote. La gran nación que se mira al espejo y percibe otra cosa. A partir de un recuento de la fuerza real y de las potencialidades del país, los autores concluyen que México está “que se cae de maduro” para un nuevo salto cualitativo, esta vez hacia la prosperidad. Esgrimen razones bastante convincentes para demostrar que su economía, su “tamaño humano” y su cultura dan para eso y más.Algo que no explican los autores es cómo se crea en la ballena la convicción de ser un ajolote: los por qué de cierta insistencia social en ver al espejo “un país débil, pobre, heroico para consumo propio, condenado al fracaso político, al estancamiento económico y al laberinto de la ilegalidad”. Si acaso, sugieren que es por una obsesión con el pasado, con “cicatrices” del pasado. Creo que habría que bordar más en ese asunto, porque esa percepción no ha sido constante. Ha habido una caída en la autoestima nacional, que no surgió de la nada. Y esa caída, esa percepción, son los principales obstáculos para una propuesta modernizadora integral del país. Recuerdan Aguilar Camín y Castañeda que “más o menos en partes iguales, los sexenios de Zedillo, Fox y Calderón, aprovechando las bases que dejó Salinas y superando los escollos que también dejó, han podido aprovechar algunas circunstancias favorables para colocar al país donde está.” Agregan que estos mandatarios “a pesar de sus insuficiencias, errores e irresponsabilidades”, han permitido avances reales del país, avances mensurables, que chocan con la imagen del ajolote. Quién sabe si las partes sean, efectivamente, iguales. Lo cierto es que, entre las bases que había dejado Salinas estaba, en el terreno ideológico, una revisión de la grandeza de nuestro país. La intención de que fuera respetado mundialmente, atractivo para el capital internacional, integrado en los flujos económicos mundiales, un país orgulloso de sí mismo, de su gente y de su cultura, que se sintiera triunfador. En su decisión de deshacerse de todo lo que oliera a salinismo, Zedillo tiró ese niño, y otros, junto con el agua sucia de aquella bañera (que había mucha).Los antiguos, en la época de partido único, hablaban de la “ley del péndulo”: a un presidente de izquierda (dentro del PRI), seguía uno de centro y luego uno de derecha, y de vuelta hacia la izquierda. En lo que llevo de vida adulta, se ha hecho presente, y de manera mucho más notoria, otro tipo de “ley del péndulo”. A un presidente que hace énfasis en nuestras carencias, sigue otro que hace énfasis en nuestras potencialidades. Con Echeverría, el tercermundismo; con López Portillo, la administración de la abundancia; con De la Madrid, el empequeñecimiento contra la “economía-ficción”; con Salinas, el pasaporte al Primer Mundo vía TLC; con Zedillo, el regreso a la sensación de pobreza y que nos salve Clinton; con Fox, la idea de México como adalid mundial de la democracia; con Calderón, otra vez la concepción de país fregado, asediado por todos los males, desde la recesión hasta el AH1N1, pasando por la violencia del narcotráfico. Curiosamente, a cada uno de los presidentes que hace énfasis sobre nuestras carencias, la picardía popular le pone el sambenito de gafe. A los otros los critican de muchas otras cosas, tal vez peores, pero no de salados.Es una cuestión que rebasa los partidos políticos. Pensemos nada más en la diferencia entre Fox, que insistió en meter a México en el Consejo de Seguridad de la ONU, le dijo que no a Bush en la guerra de Irak e intentó, incluso, dar un viraje en la política exterior tradicional de nuestro país, y Calderón, cuyo gobierno no oculta siquiera su desesperación, ni su carácter subalterno, en la relación con Estados Unidos (y no necesitábamos que Wikileaks nos lo corroborara). Sin duda, la respuesta que explica la ley del péndulo psicológico es política. Al menos en parte, nace del interés por afianzar el poder de parte de la nueva administración (el caso de Zedillo es el más obvio), y para justificar cambios en la conducción política o económica. Y, al menos en otra parte, nace del interés de grupos de poder por incidir en la agenda nacional, ya sea congraciándose con el gobierno o buscando beneficios propios. En otras palabras, el espejo en el que se mira la nación se hace más cóncavo o convexo a conveniencia política. ¿Cómo explicarse —la pregunta no se la han hecho sólo Aguilar Camín y Castañeda— que en Yucatán, que tiene tasas de homicidio por debajo de la media europea, la población sienta zozobra ante la “creciente inseguridad”? ¿Que cada vez que un economista cita índices de Gini, y los compara con otras naciones latinoamericanas, encuentre rechazo e incredulidad? ¿Que no se haya percibido un cambio en la corrupción, como si estuviéramos en pleno lopezportillismo? Habría que ir a los medios, y a quienes los alimentan. A la invención de un “México real”, en el que sólo hay ejecuciones y violencia —en contraparte, supongo, de un “México falso”, que es en el que vivimos cotidianamente y que Aguilar Camín y Castañeda dibujan—. Al uso de historias de pobreza y miseria humana, que estrujan el corazón sencillo y siempre presentan a una mujer llorosa. Al uso del horror y la sensiblería como mecanismos de mercadotecnia barata de parte de la televisión abierta. A la búsqueda de “entretenimiento” y de “ítems de alto impacto”, en vez de la noticia, en la prensa escrita, diaria o semanal. Pero habría que ir también a las fuentes. Al constante intercambio de denuncias de corrupción, a la presunción de cada capo capturado con todo e historial y exhibición de armamento y joyas, a las promesas populistas de todos los partidos, que hacen hincapié en pobrezas y carencias. La clase política, por razones electorales —y por confundir comunicación con propaganda— se ha encargado de ahondar la sensación. Si no entendemos que ahí, en esos intereses políticos y empresariales, radica una parte importante del pesimismo que nos frena, todo proyecto para hacer un país moderno y serio será como un llamado a misa. Todo liderazgo terminará ahogado en esa maraña, y no habrá psicoanalista o publicista de la minoría modernizadora capaz de jalar a las mayorías tradicionalistas de las arenas movedizas de su apocamiento. El ensayo de Aguilar Camín y Castañeda da para mucho más. Regresaremos a él.