Continuamos el análisis comentado del ensayo “Regreso al Futuro”, de Héctor Aguilar Camín y Jorge G. Castañeda, que iniciamos la semana pasada (“La ballena y el ajolote”), en el entendido de que discutir el mediano y el largo plazo es tan importante para el país, o más, que el debate de la coyuntura.Un tema caro a los autores es la relativización de la violencia que vive el país, frente a la tendencia de los medios (alimentada por el gobierno, habría que agregar) de presentar un país espectacularmente hundido en la inseguridad y en medio de una guerra contra las drogas que sube constantemente de intensidad. “México no es más violento hoy que en el pasado, aunque sus crímenes tengan mayor visibilidad y aunque el crimen organizado tenga más recursos para corromper, reclutar y armarse que nunca en su historia”, dicen, y —en términos generales— están en lo cierto, pero les falta un elemento crucial en el análisis.En contra de quienes piensan que todo tiempo pasado fue mejor, los datos —y me estoy refiriendo principalmente a la tasa de muertes por homicidio doloso— indican que el México de nuestra infancia y nuestra juventud era muchísimo más violento que el actual. La tasa de homicidios intencionales por cada 100 mil habitantes bajó aceleradamente desde los años veinte —época de las primeras estadísticas— hasta 2003, se mantuvo estancada durante cuatro años y, a partir de 2008, se ha incrementado. En 2009 era similar a la de 1998, mientras que en Puerto Rico es superior, en Brasil es casi el doble, en Colombia es más del doble y en Venezuela es el triple. No somos la capital mundial de la violencia.Sin embargo —y este es un pero muy importante— la tendencia no nos beneficia. Ni comparativamente, ni en términos absolutos. Mientras en Colombia los asesinatos en proporción al tamaño de la población van a la baja de manera acelerada, y en Brasil de manera paulatina, aquí aumentan. En los últimos cuatro años, México rebasó en ese desagradable ranking a Rusia, Suazilandia, Nicaragua, Panamá, Paraguay y Kazajstán. Su tasa de homicidios dolosos duplica a la de Uganda, triplica la de Argentina y es casi diez veces superior a la de Chile. En el cálculo no se incluye la creciente sevicia. Aguilar Camín y Castañeda hacen hincapié en la diversidad regional, derivada de distintas formas de “inserción en la globalidad” (hortalizas, unos; turismo, otros; drogas, los más violentos), pero esto, en vez de calmar los ánimos, debería ser motivo de preocupación: hay zonas del país en las que la violencia domina la vida cotidiana y se ha insertado en la cultura local de una manera que no será fácil extirpar. Y la violencia extrema de estas zonas ha tendido a expandirse, precisamente como un tumor canceroso. La tranquilidad (relativa) de Aguascalientes, Campeche o Puebla no debe ser motivo para dormirnos en esos cada vez más escasos laureles. Justamente porque somos una nación, y no un cluster de estados, requerimos abordar —también ideológicamente— el problema de la violencia de una manera integral.Sólo en ese sentido, finalmente centralista a la hora de la toma de decisiones —y no en el del supuesto país centrífugo— cobra significado la propuesta que hacen de un mando único horizontal, de una secretaría de las Fuerzas Armadas y de un esquema auténticamente nacional en contra de la impunidad. Y sólo en ese sentido puede tener éxito una estrategia de viraje de prioridades en la lucha contra el crimen organizado, con el que concuerdo: no perseguir el tráfico de drogas, sino la violencia y el crimen asociados a él, al tiempo que se despenaliza el consumo.Pero, ¿cuál es el principal problema no resuelto en el planteamiento de Aguilar Camín y Castañeda sobre este asunto? El ideológico. El México modernizador, que se expresa en las universidades y “hasta en las de los Legionarios de Cristo” está mayoritariamente a favor de la despenalización, es fácilmente aplastado por el México tradicionalista, que ve el asunto como de moral social y que imagina un Estado capaz de imponer un sistema de creencias. Y esto es parte de otro gran tema que aborda el ensayo, el de la educación, un área donde también hay en México muchas carencias, pero más golpes de pecho. La educación en México, tal y como está, no ayuda en nada a que el país sea competitivo. Eso lo sabe perfectamente el México modernizador. Pero, al igual que lo que sucede con la violencia, existe la percepción de que alguna vez estuvo bien. No es cierto. Siempre una mayoría de la población ha tenido escuelas malas, con equipamiento insuficiente y maestros insuficientemente preparados con relación a los retos que plantea el futuro. Hace un par de décadas, Nexos encargó un amplio trabajo sobre la situación de la educación en el país, que incluía exámenes de conocimiento a una muestra de alumnos de sexto de primaria y tercero de secundaria. El resultado se resume en un subtítulo: “Una nación de reprobados” que escondía, como podría preverse, una enorme dispersión en el aprovechamiento estudiantil. Entre regiones, entre escuelas y al interior de cada uno de los planteles. A partir de ese y otros esfuerzos se reformaron los planes de estudios en la educación básica… que veinte años después en poco han cambiado la posición relativa del país.Así como en el asunto de la violencia, el drama nacional no ha sido de una caída absoluta en el nivel, sino en mejoras demasiado modestas —y desigualmente repartidas— frente a los avances en otros países que, en algunos casos, como Corea del Sur, son —además— generalizados. Castañeda y Aguilar Camín hacen propuestas al respecto, que serían muy atendibles si contáramos con el personal apto para ello (como ya vienen las vacaciones de diciembre, en muchas escuelas los estudiantes asisten sólo a ver películas) y si no existieran dos severos problemas que apenas señalan los autores. El primero es el carácter silencioso de la catástrofe: lo que Castañeda y Aguilar Camín describen como “una de las grandes contradicciones del reto educativo”, y es que la mayor parte de la gente no lo percibe como tal y está satisfecha al respecto. A diferencia de lo que sucede con la seguridad, en este tema se sobrevalora la acción de gobierno (o se le aprecia porque se mantiene la tendencia a que, en promedio, cada generación tiene tres años de escolaridad formal por encima de la anterior). Es, de nuevo, el México tradicional el que marca esta pauta. Ahora bien, aunque sepa que el nivel educativo es un gran problema nacional, ¿qué gobierno va a abordarlo como tal, si es de los pocos rubros en los que aparece mayoritariamente aprobado? Uno democrático y responsable; no uno que esté pensando constantemente en las próximas elecciones. La actual clase política, de todos los partidos, no da para eso.El segundo es que, en medio de la caída de valores en la sociedad mexicana actual, la educación ya no goza de tanta reputación como antes. Si en la reciente encuesta comisionada por Nexos, la educación quedó en el séptimo lugar entre las prioridades de los ciudadanos y sólo un cuatro por ciento le asignó una importancia decisiva, hay un cambio negativo muy importante en una generación. Razón de más para una acción decidida en esa materia, pero también para revisar el papel de “la otra SEP”, el rol de los medios electrónicos de comunicación en esta grave distorsión de valores.