He asistido en cuatro ocasiones al espectáculo de luz y sonido en las pirámides de Giza, a lo largo del último medio siglo. La primera fue en 1962 con mis padres; la segunda en 1976 en mi primer regreso a donde pasé parte de mi infancia; la tercera a finales de 2002 con los hijos; y ahora. El texto es el mismo; el juego de luces poco más moderno pero igual; ya no es la voz de Laurence Olivier, pero está en manos de un sucesor del gran actor inglés; y por supuesto las tres pirámides y la esfinge siguen ahí. Esto es quizás lo único que no ha cambiado en Egipto en años.Se entiende el entusiasmo que despertó la revolución del Tahrir, y la caída del corrupto dictador en que se transformó Hosni Mubarak. También que exista la ilusión de que los terribles retos económicos y sociales que enfrenta este país tengan mayores posibilidades de ser superados en democracia. Y lógicamente se entiende que Washington como Jerusalén tengan temores ante posibles logros electorales de la hermandad islámica en otoño.Pero tres cosas me han impresionado más que las especulaciones sobre el desenlace del movimiento y los reacomodos geopolíticos que posiblemente se produzcan. Me pregunto si estos cambios, totalmente impresionistas, no sean reflejo de un problema de viabilidad del país en el corto y mediano plazo.El primero son las pañoletas. No hay mujer en El Cairo que no lleve una. Pueden argumentar los defensores de la teoría de un Islam light que este hábito (en los dos sentidos de la palabra) no encierra mayores consecuencias políticas o culturales; no les creo, pero no sé lo suficiente para sustentar mi escepticismo. Lo que sí sé es que esto es nuevo en lo que fue durante años el país árabe secular por excelencia, donde el propio Rais fue el gran heraldo del panarabismo de los años cincuenta y sesenta, y donde en mis recuerdos de infancia sólo eran las beduinas quienes se tapaban la cara. Pasar por alto este fenómeno me parece absurdo.En segundo lugar uno no puede más que permanecer desconcertado ante un hecho incomprensible: la proliferación de miles de edificios residenciales de clase media baja o incluso más pobre, inacabados y abandonados por sus supuestos moradores o dueños. Abundan las explicaciones: son para las generaciones siguientes; fueron producto de la corrupción que posteriormente fue reducida y esto obligó a impedir la habitación de los inmuebles, para algún día, proceder a su demolición; se construyeron para aprovecharse de subsidios o deducciones fiscales inalcanzables de otro modo; o se interrumpió su terminación por razones de certeza en la tenencia de la tierra. Pero es indescifrable el proceso: como si en México decenas de miles de casas de techo de lámina fueran primero construidas por paracaidistas para luego no ser habitadas. Entienda quien pueda, pero el consiguiente caos habitacional, de servicios, basura y de congestionamiento es inmanejable.Y en tercer lugar, justamente, la impresión del caos. Un caos que incluye lo que hemos dicho, y a lo que debe sumarse el peor tráfico del mundo, incluyendo Bombay, Beijing, Lagos y la Ciudad de México; una suciedad intolerable incluso para quienes estamos acostumbrados a ejemplos en todo el mundo; y la inexistencia de cualquier tipo de reglamento urbano: desde la construcción hasta la falta de semáforos, pasando por camiones de carga que circulan por callejuelas todo el día.Hay problemas que no tienen solución y que no por ello dejan de ser administrables. El caos que hay puede ser uno de ellos. Es perfectamente factible que el statu quo se perpetúe indefinidamente sin mejorar, pero sin provocar alguna hecatombe. Pero también es posible que el solo peso de los números aplaste esta hipótesis: son 85 millones de egipcios y casi 25 millones de habitantes en la capital. Sigue creciendo la población a tasas elevadísimas, y no es evidente que lo que ha sido manejable hasta ahora, lo siga siendo indefinidamente. @JorgeGCastaneda