Faltan plazos por cumplirse, pero la reforma energética de Enrique Peña Nieto consumatum est. Es la reforma más importante del sexenio y constituye un paso significativo para el país. Peña merece los aplausos que sus colaboradores y seguidores buscan afanosa y repetidamente. Sin duda habrá contradicciones e insuficiencias, así como errores inevitables y algunas consecuencias perversas no previstas. Es parte obligada de un proceso complejo, legislado, quizás con prisa, y postergado durante años por quienes hoy lo hicieron posible. Todo esto no es motivo para regatear crédito a un logro innegable.Como partidario de la inversión privada, nacional y extranjera en toda la cadena de Pemex desde hace años, no puedo más que congratularme de este avance. Me hago, no obstante, algunas preguntas sobre el impacto que realmente tendrá la reforma. La primera involucra la sobreventa. Recuerdo demasiado bien las celebraciones cuando se ratificó el TLC, en noviembre de 1993, para no discernir semejanzas peligrosas. Sabemos hoy que el TLC trajo consigo un enorme crecimiento del comercio exterior de México con Estados Unidos; sabemos también que no trajo crecimiento económico, ni del empleo, ni del salario, ni de la productividad. Los negociadores del tratado con toda razón sostienen hoy que no era para eso, sino estrictamente para fines… de comercio. Pero los partidarios del tratado y los autores de la iniciativa siempre alegaron otra cosa: el principio del ingreso de México a la modernidad.Algo semejante está sucediendo con la reforma. Los expertos prevén incrementos de producción de crudo y gas, una empresa más eficiente y menos corrupta, precios más bajos de la energía en México y, por tanto, mayor competitividad de algunas industrias, y menos dependencia estatal de los ingresos petroleros. Pero desde Emilio Gamboa -normalmente un político sensato: "al entrar en vigor las leyes secundarias dejaremos de importar 85% de los fertilizantes que importamos y bajar los precios de los alimentos"- hasta muchos otros seguidores del régimen, la reforma se presenta como una verdadera varita mágica.Detonará caudales enormes de inversión extranjera directa; elevará la tasa de crecimiento en 1 o 2 puntos del PIB; abaratará precios de luz, gasolina y gas. Todo esto no es cierto.Mi segunda pregunta tiene que ver con los efectos de la reforma suponiendo que sí se cumplan las expectativas realistas. Simplemente por el tamaño de la economía mexicana y su grado de apertura, por la duración del estancamiento anterior y por la magnitud de los requerimientos de inversión adicional (unos 5 puntos del PIB, es decir, 70 mil millones de dólares más al año), no me convence que la reforma contribuya demasiado a una prolongada expansión económica. Insisto, no es que no debió hacerse; sin duda representa una condición necesaria para que la economía crezca, pero no sé si también sea una condición suficiente.La última pregunta abarca el tipo de debate, que no siempre entiendo, entre especialistas y que se ha empezado a desarrollar entre otras partes en las páginas de Nexos, con autores como Jaime Ros, Ricardo Reyes-Heroles, Gerardo Esquivel y Carlos Elizondo. Tal vez algunos tengan razón al argumentar que las llamadas reformas estructurales, incluyendo la de Pemex y CFE, por pertenecer esencialmente al ámbito microeconómico (no de tamaño sino en el sentido de la economía: los hogares y las empresas), no aporten una respuesta cabal a la pregunta de por qué México no crece. Insisten algunos de estos autores que la respuesta a la pregunta se halla en el ámbito macroeconómico, es decir, en las grandes ecuaciones de inversión, ahorro, consumo y gasto público. No tengo la pericia necesaria para formarme yo mismo un juicio. Pero si en algunos años resulta que, igual que con el TLC, seguimos interrogándonos de por qué la economía mexicana no crece, tal vez la respuesta se encuentre en estas tesis.