Me hubiera gustado saber más de Oma Gutman, la madre de Jorge G. Castañeda. Me lo impidió una de las características más distintivas del autor de Amarres perros: la que hizo imposible que abundara con más calma en este tema pero que, al mismo tiempo, hizo posible que su autobiografía de más de 600 páginas se lea con la rapidez y la intensidad que ha tenido su vida misma: su impaciencia, su prisa por avanzar.La primera fotografía en el cuerpo del libro es la de Oma con sus padres: Benjamin Gutman y Sara Rudnitsky, en el pueblo de Vileyka, Polonia, “un pueblito ruso-polaco-judío a medio camino entre Minsk —en lo que ahora es Bielorrusia— y Vilnius —hoy la capital de Lituania”—. La foto está fechada en 1935. Ambos morirían poco después en circunstancias atroces, en junio de 1941, cuando los nazis invadieron la Unión Soviética, arrasaron el pueblo y fusilaron a los cerca de 3 mil judíos que vivían en ese terruño, para seguir hacia Moscú. Así murieron por esos meses cientos de miles de judíos, antes de que los nazis perfeccionaran la maquinaria del exterminio en los campos de Polonia. Jorge G. Castañeda es heredero de esa tragedia. Su madre estaba entonces en México, donde conoció la noticia tres años después. Sobrevivió junto con su hermana porque ambas habían salido de su pueblo en la década de los 30 —ella, Oma Gutman, para estudiar bioquímica en la Universidad de Bruselas, donde conoció a otro judío, Leonid Rozental, con quien llegó a México porque él acababa de ser contratado como químico por la Cervecería Cuauhtémoc. No conocí a Oma, rusa judía que hablaba siete idiomas y había recibido su doctorado en bioquímica a los 24 años, aunque guardo un recuerdo indirecto de ella, pues a principios de los 80, poco antes de su muerte, cuando mi hermano Javier y yo llevábamos ya varios años de vivir en Inglaterra, ella le dijo a mi mamá que nos trajera de regreso, que no era aconsejable tener hijos desarraigados que no supieran después cuál era su verdadero país. Hablaba por experiencia: la suya, la de su hermana, la de su primer marido y quizás, también, la de sus hijos.No conocí a Oma pero conocí a varios otros miembros de la familia de Jorge G. Castañeda, cuyas historias descubro ahora en Amarres perros. A principios de 1989, por alguna razón que no me explico, acabé siendo asesor de Andrés Rozental, medio hermano de Jorge (quien creo que me recomendó con él en la cancillería). Andrés estaba arrepentido de haberme contratado y no me daba mucho trabajo, así que tenía tiempo de hacer otras cosas, una de las cuales fue participar, durante ese año, en una especie de tertulia literaria que organizaba Marina Castañeda en su casa de Coyoacán. Nos reuníamos para discutir las tragedias de Shakespeare, luego de una introducción siempre brillante de Marina, quien si mal no recuerdo había estudiado literatura inglesa en la Universidad de Harvard. Entre los asistentes estaba su padre, don Jorge Castañeda, muy amigo de mi tío Manuel Tello, quien guardaba en el lugar de honor de su oficina una bola de cristal para adivinar el futuro que le había regalado Castañeda. Una vez, después de discutir no sé si Macbeth o King Lear, nos pusimos a polemizar sobre el asesinato del zar y su familia en Rusia. Todos, para mi sorpresa, argumentaron a favor de la necesidad política de terminar con la vida del jefe de la dinastía Romanof. Y alguien llegó a decirme, escandalizado, que ya solo faltaba que me pusiera a defender también a Porfirio Díaz… Pero recuerdo todo esto porque, en mi modesta experiencia, ilustra lo que escribe Marina Castañeda en el prólogo al libro de su hermano Jorge: “Recuerdo la incesante curiosidad intelectual que imperaba en nuestro hogar: en la mesa, en la cama, en la playa, en donde estuviéramos, todos leíamos, todo el tiempo. Y comentábamos todo lo que leíamos. La casa familiar era un perpetuo espacio de aprendizaje y debate”. En este ambiente nació y creció el autor de Amarres perros.Celebro que los avatares de la política, que lo excluyeron de donde quería estar, hayan llevado a Castañeda a escribir este libro como parte de la necesidad de inventar un Plan B. Así sucedió también, hace ya casi un siglo, con Vasconcelos. Ambos tienen este rasgo en común: una franqueza a toda prueba que resulta incompatible con la política, pero necesaria en cambio para la literatura. Una manera de concebir las palabras no como las piensan los políticos, como instrumentos para esconder o disimular, sino como las viven los escritores: para revelar, para comprender y, así, poder explicar.