Vuelve Jorge Castañeda, el Guerrero, agitando su hacha bélica. Son muchas las batallas del Güero, unas perdidas, otras ganadas. No las rehúye; es más, las busca. En esta nueva obra dibuja con trazos vigorosos, incisivos, polémicos y sinceros, su paisaje después de la batalla. Es un balance de toda una etapa, propiciado por la reflexión de un hombre bien vivido con 60 años entre pecho y espalda. Magullado, pero animoso y peleonero siempre.
Entre los muchos y graves defectos (o “rasgos de su personalidad”) que ostenta Castañeda como persona difícil, de trato espinoso, altanero y en ocasiones déspota, no se le podrá negar, aparte del talento y la inteligencia (que incluso sus adversarios se apresuran en reconocer antes de asestarle un golpe frontal o una puñalada trapera) la sinceridad. Y de tal suerte y magnitud, que lo hace incompatible precisamente para el cargo de más alta jerarquía que ha desempeñado. Él asombra porque desconcierta: no hay nadie más alejado del lenguaje untuoso y ambiguo, suave y cortés esperable en un diplomático, que el ríspido excanciller mexicano. Al mismo tiempo que una inteligencia insoportablemente superior, tiene el tacto de un elefante despavorido en una cristalería.
Cualquiera podrá cuestionar si quizá no es demasiado pronto para unas “memorias”. En efecto, un memorialista de apenas 60 años no es un caso paradigmático. Hace bien Castañeda en escribir sus memorias y no dejarlo a otros que vengan más adelante (presumiblemente detractores). La responsabilidad de un hombre con su vida lo obliga a realizar su propia versión y fijar su balance. Lo cierto es que al Güero hay cosas que ha hecho que no se le reconocen (por ejemplo, su participación tras bambalinas en el proceso de pacificación de Centroamérica, como junior diligente detrás de la figura de poder de su padre, entonces Canciller), y otras que se le achacan sin haberlas cometido, como el famoso “comes y te vas”, que no es de él, sino que fue la ocurrente invención de un periodista mexicano, Carlos Marín, aunque como reconoce el involucrado, en el fondo se trataba de eso, de que “Castro no se robara la fiesta, porque la fiesta la hacíamos nosotros”.
Un hombre se conoce mejor ante el fracaso que ante el éxito. Castañeda entendió esto y cuando reventó la ambiciosa gestión que gastronómicamente se conoció como “la enchilada completa” (creo fue frase del ranchero Fox) del acuerdo migratorio impulsado con Estados Unidos, y era inminente el posicionamiento de México ante la anunciada guerra contra Irak, el funcionario entendió que su tiempo se había cumplido y renunció a su cargo como Canciller.
Esa “izquierda” de la que salió Castañeda, es quizá su peor perseguidora y la que más implacablemente le echa en cara su “apostasía”, al verlo como un “traidor a la causa”. ¿Cómo es posible que después de “haber visto la luz” y recibir “la llamada”, ose retractarse y ser un crítico desde adentro? Si con La utopía desarmada (1995) encrespó los ánimos susceptibles de la zurdera miope, con La vida en rojo (1997) los dejó no solo estrábicos sino indignados al desacralizar nada menos que al ícono por excelencia: Ernesto Guevara.
El cartel de la CIA colgado en su pecho sustituyó en el imaginario tropicoso al de agente del G-2 cubano. Pero tampoco a la derecha, y muy poco al centro del espectro político nacional, ha logrado convencer Castañeda, no por lo que piensa y dice, sino cómo lo dice, pues en política, según sentenció —y lo cita en su libro— Jesús Reyes Heroles, “la forma es fondo”. Y si ha habido alguien en el sillón de la cancillería azteca ajeno a las formas ha sido precisamente el Güero.
Escritor ágil, algo tropeloso en ocasiones, de frecuente tono tribunicio, con una sostenida tendencia irritante para el lector de suponerlo enterado de sus alusiones veladas (solo “para enterados”), es un francotirador avezado y corajudo pero que a veces se dispara en el propio pie. Y así sigue adelante, lamiéndose las heridas, buscando otra guerra. Recorrer su trayectoria es el mejor argumento para afirmar lo anterior: varias veces ha estado a punto de lograr “tomar el cielo por asalto” y justamente en ese momento, alguna boutade —él lo llama “error de timing”— lo ha hecho precipitarse el vacío, como nuevo Ícaro con las alas chamuscadas de su ilusión y chorreantes de la cera derretida de su ambición.
Incluso lo más turbio y polémico
Poseído por su propia visión de sí mismo, no estática sino mutable —el hombre no es nada tonto— de acuerdo con sus percances (“soy yo en mi circunstancia”, diría con sonrisa enigmática y eterna boquilla el viejo zorro de Ortega y Gasset), Castañeda confiesa con ejemplar sinceridad que puede resultar chocante y hasta agresivo, en su mismo egocentrismo: él actúa y piensa, pro domo sua, semper. Y así le ha ido. Sin remilgo ni gazmoñería alguna por saberse y confesarse un privilegiado, por su genética y ubicación social, se asume como parte de una “izquierda azul” (nada rojilla) que abunda y casi prevalece en el estamento intelectual mexicano posrevolucionario.
Sin embargo, no es de esa izquierda (gauche fois grais) de bon vivants y flanneurs con resabios pontificantes. Castañeda, gustosa y hasta bastante irresponsablemente, se ha lanzado a aventuras algo descabelladas, como meterse en las selvas centroamericanas, o irse a practicar tiro con fusiles automáticos AKM en un campo de entrenamiento como de principiantes y para boy scouts de la Cuba castrista. Sin duda, Dios protege a los ingenuos e irreflexivos. Y lo bailado, no hay quién se lo quite. Pero hoy a la distancia de una vida ya transcurrida al menos en sus dos terceras partes, ofrece su testimonio de vida para sí mismo, y a quien único le interesa en verdad: a su hijo.
Algo que afea notablemente el libro es su pésima edición, se ve que torpemente apresurada, urgida por aparecer: el libro no como fin sino como medio. No solo las numerosas erratas (algunas tan graves que hasta afectan el sentido; en otras, el discernimiento del “curioso lector” —que no abunda— puede enmendarlas) sino la carencia de notas que expliquen al lector ciertas ideas o conceptos (esto es atribuible al autor, que las da por sentadas: escribe, si acaso, para “los del círculo íntimo”, otro rasgo insufrible e irritante). Por ejemplo: ¿qué es la Vitamina P?
Hombre sin filiaciones partidarias sólidas, Castañeda sirve solo a un partido: él mismo. Por eso quizá entendió finalmente —como reflexiona en estas memorias— que nadie, ni el presidente Fox ni la lideresa magisterial Elba Esther Gordillo, iban a reconocerle su propia dimensión y hacerle un espacio. Lo reitero: es un francotirador de la política. Como es —lo reconoce—hiperactivo (aún no hiperquinético), Castañeda seguirá su cabalgata no al trote sino en galope por las cuatro esquinas de este mundo y en todas dejará huellas —no siempre gratas— de su paso: eso le tiene verdaderamente sin cuidado. “Ande yo caliente y ríase la gente”, afirmará gongorinamente. Lo trae sin cuitas; en “mexicano”: le vale.
Como es una personalidad compleja y por tanto contradictoria, Castañeda funde en él conceptos aparentemente opuestos: es sistémico y antisistémico a la vez. Lo ha sido fuera y dentro del sistema, desde la izquierda, el centro y la derecha. Y eso no concita amigos, por muy dispuestos que estén a pasarle por alto sus ocurrencias y rabietas. Duda del poder, recela de él, lo mira con desconfianza o con abierto desprecio, pero al mismo tiempo reconoce que la forma más efectiva de transformar su momento es teniéndolo y ejerciéndolo, en ocasiones, con exceso (él mismo lo admite y el costo que esto le ha ocasionado): “poder que no abusa, no es poder de verdad”, dice un sabio.
Si ser su amigo es ya difícil, convertirse en su enemigo es peligroso y ser su colaborador, una pesadilla; visceral y apasionado, no hace nada a medias: quiere y odia de veras, sin reservas, se lanza al río sin guardar la ropa, de cabeza (aunque no haya suficiente agua para el clavado), no duda en poner el poder a su servicio, más que él ponerse al servicio del poder. Del poder (como de la moda), lo que le acomoda. Y lo dice, sin remilgos.
Se le podrán criticar muchos rasgos de su personalidad —y hay abundante bibliografía al respecto— pero nadie medianamente enterado le podrá negar que es brutalmente sincero, comenzando por él mismo, pues el buen juez por su casa empieza.
Con un sentido del humor muy peculiar —definitivamente no latino, en todo caso eurocentral y específicamente judío— esta suerte de Woody Allen mexicano disfruta en presentarse como el enfant (ya no tanto) terrible del mexican system. El mismo Fidel Castro, cuando lo trataba, le reprochó: “Güero, ¿por qué siempre tienes cara de encabronado?” La simpatía no es lo suyo.
Podrán decirse muchas cosas negativas del Güero Castañeda y posiblemente muchas —si no todas— se las merezca: pedante, patán, vanidoso, atarantado… Pero lo que nadie podrá negar es la sinceridad de su versión: no oculta nada (“o casi nada, que no es lo mismo pero es igual”), incluso los pasajes más turbios o polémicos de su actuación personal y pública. Y esto es algo para agradecer en sus memorias. Así, aunque levante muchas ronchas —empezando por las propias— Castañeda ofrece un testimonio importante de la segunda mitad del siglo XX y primera década del XXI en México, y por su trascendencia y vínculos personales, en Latinoamérica y el mundo. Ha sido tramoyista, espectador, actor y protagonista de varios sucesos históricos definitivos, como la pacificación de Centroamérica, la proliferación de guerrillas subversivas castristas en el continente, la revisión de los principios que asumió desde su adolescencia y el trazado firme, sin concesiones, malgré tout, de su mismo pasado y su ubicación sincera y total dentro de una nueva visión del mundo.
“Si a los 20 años no eres revolucionario, eres un desalmado. Si a los 40 lo sigues siendo, eres un tonto.” Pocos personajes de la esfera pública en México y América Latina han gozado —disfrutado y hasta abusado— del privilegio de una cuna de excepción como Castañeda, y así lo acepta y confiesa también. Pertenecer a una clase media-alta profesional y política, le garantiza una educación esmerada para un “futuro dirigente social”, un “líder”, un “triunfador” dentro del esquema de la vieja familia del priismo mexicano. Y no solo lo admite sino que lo externa y se beneficia de ello gustosamente.
Es quizá una de las voces más odiadas de la “comentocracia”, pero también de las más seguidas y escuchadas, si no tanto en México hoy, sí en los centros de poder y de opinión del mundo: lo mismo en Nueva York, en la Universidad de Columbia, o en Europa, en París, en La Sorbona. A joderse con él. No escapa a nadie que Castañeda dice como Napoleón: “Que hablen mal de mí, pero que hablen”.
Le podrán decir socarrón, infatuado y muchas cosas más, pero no ignorante ni miope, y mucho menos hipócrita. Su sinceridad es más que brutal, casi grosera, empezando por él mismo. También puede verse por algunos como síntoma y expresión de un ego monstruoso, por lo enorme e hipertrofiado si se quiere. Pero, al mismo tiempo, ineludible para los que quieran conocer mejor los entretelones de la política mexicana durante seis décadas.
Programa para una futura campaña electoral
Castañeda es un personaje excepcional y controvertido. Cosmopolita, cultural y genéticamente hablando, hijo de una notable científica judía polaca y de un destacado funcionario y político liberal mexicano, pasa gran parte de su infancia en El Cairo y luego recibe una privilegiada educación en excelentes colegios franceses y norteamericanos, lo cual le permite dominar perfectamente, además del castellano, el inglés y el francés con fluidez y casi sin acento. No es bicultural: es más tricultural. Multicultural, tal vez. Todo un anuncio del “hombre nuevo”, pero no el que auguró Guevara sino… el de la posmodernidad.
Inteligente hasta la ofensa y agudo hasta el sarcasmo, no solo cae pesado sino que esto le encanta. Disfruta —y las memorias dan muestra de ello repetidas veces— ser a pain in the ass. Lo logra con mucha efectividad y certidumbre. Sin embargo, nadie sensato puede poner en duda su talento e inteligencia —rasgos de los que suele abusar— y en todo caso destacan su prodigiosa habilidad para generar conflictos, generalmente entre sus más cercanos e íntimos.
Hay varios pasajes en su libro que ofrecen ejemplos de ello con abundancia y pormenores. Y él confiesa hacerlo no solo con utilidad sino hasta placer. Lo que realmente desarma al crítico es la casi grosera sinceridad del memorialista: no oculta nada de sus apetitos y ambiciones y cómo ha procurado relaciones —políticas y hasta sentimentales— por su estricta conveniencia. Se le puede acusar de cualquier cosa, menos de mendaz. Estas memorias son un strip tease emocional e ideológico. A Castañeda le gusta, le apasiona joder, así, tal cual. Incluido él mismo, parece, en ocasiones.
Por decir una frase ingeniosa pierde el cuello. No sabe quedarse callado, ni de ese delicado arte que es la discreción. No la tienen nada fácil los próximos a Castañeda, ni sus familiares, ni sus amigos, ni sus colaboradores y menos aún sus subordinados. Siendo un crítico certero de los autoritarismos, él mismo se muestra en ocasiones como un autócrata, sin dobleces. Digamos que suele desplegar “ese pequeño Fidel Castro que llevamos dentro” y le brota a cada paso. También por ahí puede venir la animadversión entre ellos (los polos iguales se repelen). Y de ahí muchos de sus encontronazos y fracasos.
Es una paradoja viviente que él, siendo un mexicano medular en muchos aspectos, es también el crítico más acérrimo de muchos rasgos de eso que se llama “la mexicanidad”. De su profunda comprensión y rechazo visceral de “lo mexicano” ofrece sólida prueba en su libro Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos (2011).
Detesta el rito, la hipocresía y el disimulo, y tiene la misma habilidad de un bisonte enfurecido, porque más allá de sus ambiciones, sueños, apetitos, propósitos y metas, tiene un manojo de principios irreductibles e innegociables que son su guía: él confiesa con enternecedora rudeza que sí le interesa el Poder —no “el podercito” sino El Poder con todas sus mayúsculas y realces— porque es la única forma de hacer, de transformar y dejar huella perdurable. Y al mismo tiempo, detesta a quienes lo detentan, como un curioso —y neurótico— caso de amor-odio.
Es un hombre, pues, de Plutarco, de los que no solo creen en la Historia sino que quieren hacerla. Y en algún momento la hizo y no dudo que en un futuro la hará aún más, porque Castañeda no está muerto políticamente, y a sus poco más de 60 años es un hombre saludable, activo y poseído por un frenesí que lo mismo le abrirá que le cerrará puertas, como ya ha ocurrido.
Lo veo ahora en sus “cuarteles de invierno” esperando impaciente pero infatigablemente laborioso, su otra oportunidad, tejiendo lazos, estableciendo puentes, sumando voluntades (y odios) y amasando una estrategia. Su aparente retiro al “buen vivir” (su cátedra neoyorkina, su apartamento en Manhattan, su condo en Miami y su casa de San Ángel, como cuenta en su libro y por lo que ha recibido críticas no exentas de cierta envidia, que le han movido a risa) son meros reductos.
Vicente Fox “se vistió de lujo” al nombrar a Castañeda como su canciller y así lo utilizó: lograr conchabar a un intelectual de la talla y el prestigio del Güero en sus huestes sin duda lo adornó, pero también Castañeda —así lo confiesa—utilizó a Fox en su propio engrandecimiento y consecución de sus miras. Ambos se usaron, lo cual habla de un matrimonio político incestuoso pero efectivo, mientras duró. Resultó después que el ranchero de las botas, “compró cabeza y le agarró miedo a los cuernos”, y prefirió alejarlo de su círculo de hierro y al advertirlo Castañeda prefirió renunciar y seguir su viaje en solitario. Pero el breve período de apenas poco más de dos años que Fox lo respaldó como Canciller, sea quizá en la historia reciente de México el más brillante por su proyección internacional y talante modernizador e iconoclasta.
La famosa “enchilada completa” fue no solo la apuesta más osada sino el desafío más audaz a Estados Unidos de parte de su vecino sureño en toda la historia. No se dio. En parte por Fox, al que se le aflojaron las piernas, y sobre todo a la coyuntura internacional que no brindó las condiciones indispensables mínimas. El 11 de septiembre no solo desplomó dos torres en Nueva York con casi 3.000 personas dentro, sino la confianza de los estadunidenses en el mundo, y el sueño de México de ser algo más que el vecino tolerado y mantenido a prudente distancia.
Después vino el intento de superar la famosa “Doctrina Estrada” que le había permitido a México durante décadas convivir con regímenes impresentables, partiendo de un dudoso sentido de “la soberanía y la autodeterminación de los pueblos”, pero cuyo subtexto implícito era “no me meto contigo y no te metas conmigo”: lo que se llama tener la fiesta en paz; muy bonito en teoría y en los papeles, pero lamentable ética y moralmente hablando. Asunto canónico de la política exterior mexicana característico del PRI, que ha “olvidado” en algunas ocasiones publicitariamente convenientes, como el Chile de Pinochet y la Nicaragua de los Somoza.
En armonía con los nuevos tiempos de un mundo globalizado, para bien o para mal, pero seguramente más de lo primero, Castañeda pretendió con todas sus fuerzas y talentos imponer un cambio total: la universalidad de los derechos humanos como factor determinante de la política internacional de México en congruencia con la evolución jurídica contemporánea, pero no lo logró. Le faltaron apoyos decisivos. Aquí volvió a manifestarse ese problema de timing que suele afectarle, y en parte es cierto, pero no es toda la verdad: además del sentido de la oportunidad y la sincronización, conspira en su contra lo que es a la vez su virtud y su mayor defecto: su carácter guerrero, nada persuasivo, convencido de la justeza hasta la imposición y consciente de su valía hasta la soberbia. Además de timing, padece de un problema de aceptabilidad. Pero es persona que, lo demuestra su ejecutoria, no rehúye una batalla ni aun sabiéndola perdida de antemano.
Se suele citar incompleto a Benito Juárez en su expresión más famosa: se olvida que “el respeto al derecho ajeno es la paz” viene antecedido por una frase que precisa su alcance y magnitud, “entre los hombres como entre las naciones”. Y esa cita fragmentada no es desinteresada, pues mencionando solo la segunda parte, queda convenientemente limitada a unos intereses, pero excluye otros, incluso con más importantes y trascendentes efectos y consecuencias. Este punto sigue siendo un pendiente importante no solo de México, sino de muchos otros países del mundo. “Cada hombre es un rey y su casa es su castillo” es un principio jurídico netamente medieval, pero totalmente antimoderno, que aplicado a la política internacional sirve de fudamento a los regímenes totalitarios y represivos. Si en el plano individual y privado uno ve a un vecino golpeando a su esposa o torturando a sus hijos, tiene no solo todo el derecho, sino la obligación de intervenir para impedirlo y castigarlo: igual sucede con los países.
Castañeda, a mi modo de ver, inaugura una variante novedosa dentro del género de las memorias en México: las memorias de tesis o programáticas, pues tal parece que esta obra suya es también un programa de acción política para una futura campaña electoral. Tal y como Churchill lo hiciera en su momento: sus libros le permitieron una nueva plataforma política y llegar al público de forma convincente y movilizadora.
Y aquí llego a un punto de inflexión: ¿por qué falló Castañeda? ¿dónde estuvo su error como Canciller? ¿cuál fue el motivo de su caída?
Creo que el gran error de la famosa “enchilada completa” fue su exagerada difusión: los estadounidenses se asustaron. Ya fue asunto de principios no acceder a ella porque suponía aceptar una especie de extorsión. Fue un error de tacto tanto de Fox como de su canciller. Pecado de hybris, por exceso, no por defecto. Y, coincidiendo con el Güero, “de timing”.
Pero esto me conduce a otras interrogantes, para tratar de entender el sentido más recóndito y motivacional de este ejercicio de autoevaluación y reflexión que supone el libro: ¿Quién le aconsejó (¿oye consejos Castañeda?) escribir esta autobiografía? ¿Él mismo? ¿Algún amigo? ¿Sus familiares? ¿Su psicoanalista, como buen judío tipo Woody Allen? ¿Su convicción de que forma parte de la historia?
Se aprecia un detalle desde la portada, después del enigmático título: su mismo nombre. No firma, como es la tradición mexicana de país hispano y católico, con la sucesión de apellidos del padre y la madre, sino a la gringa: con la G. intercalada de Gutman. Así pues, puesto en la balanza, de un lado o de otro, culturalmente, ¿cómo se siente Castañeda: multicultural mexicano o cosmopolita americano?
Castañeda no logró sustituir la Doctrina Estrada por otra —que de serlo algún día debería llevar su nombre— más adecuada a los aires de la modernidad globalizada: fracasó. Como fracasó Fox: nunca hubo un verdadero cambio (que fue la apuesta y la ilusión de la ciudadanía al votar arrolladoramente por su propuesta), sino una alternancia. La transición fue obra de Zedillo, sin dudas, el Gorbachov mexicano.
Castañeda hace con este libro su retrato familiar, físico, moral, intelectual, íntimo y hasta perverso. ¿Por qué el título Amarres perros? Es obvia la alusión a la película de González Iñárritu Amores perros, que tienen mucho de lo segundo y poco de lo primero, pero estos “amarres” ¿a qué se refieren? ¿a sus vínculos familiares? ¿a sus lazos ideológicos? ¿a su vocación polémica y ladrante? ¿a sus alianzas políticas —Castro, Fox, Elba Esther…— o sus “alianzas” íntimas (¿amante de una periodista “con micrófono” como Adela Micha?) A continuación de estos “amarres” viene una salvedad sutil, casi diluida, cuando completa el título: Una autobiografía.
Una, no la, porque puede que vengan otras. Nos está advirtiendo y anunciando. Habrá más tela donde cortar. Dará más tela para cortar. Quizá hasta una secuela de estas memorias que evalúen estas mismas memorias. Castañeda parece decidido a revisitarse a sí mismo con deleite, con una vocación autoreferativa. Sin embargo, cualquier cosa, menos autocomplaciente. Es quizá su crítico más duro, su peor enemigo; algo paradójico, siendo tan Narciso y tan hedonista, convertirse en su propio Pepe Grillo.
Como no puede “negar la cruz de su parroquia” —o más propiamente, la Torah de su sinagoga— el autor organiza su obra en diez libros como los mandamientos de la Ley de Moisés, y cada uno de ellos los subdivide en capítulos según su contenido y cada uno en capítulos. Al conjunto agrega —no elude su perfil académico— un nutrido índice onomástico, una bibliografía general, los archivos consultados y la bibliografía y hemerografía específicas, por cada libro. Muy orgánico el resultado y apropiado para la consulta, lo que se agradece, casi tanto como una deseable reedición debidamente corregida y anotada.
Especialmente interesante por la repercusión nacional que tuvo el incidente, y especialmente para los cubanos en el libro noveno se relata con pormenores reveladores el pasaje que fue conocido como el “Comes y te vas” (ya aclaré antes que no fue Castañeda el autor de la famosa frase, ni siquiera Fox, sino el periodista Carlos Marín), las negociaciones previas con EEUU para la guerra de Irak, donde México mantuvo distancia y la renuncia de Castañeda a la Cancillería, cercanamente vinculada con ambos asuntos.
Evidentemente, Castañeda va con paso resuelto, sin titubeos, como siempre pro domo sua, hacia su destino, pase lo que pase. Quizá es —junto con el caso de Andrés Manuel López Obrador— el mexicano más firme, decidida, perseverante, sincera y neciamente obsesionado por cumplir un destino personal: alcanzar la presidencia del país. Siendo como son lo opuesto uno del otro, tienen en común esa quimera, y posiblemente están condenados a enfrentarse por ello. Sería la colisión de dos trenes de la egolatría. Y en eso se percibe un cierto sentimiento trágico, que no puede evitar se aproxime a lo paródico y fársico.
Siendo quien es su autor, este libro tiene de épica y de picaresca. Y mucho de política. Y es que Castañeda es sobre todo, por nacimiento, vocación y decisión, un animal político. Tiene obsesión de historia, sueño de destino y tesón —hasta la tozudez— para realizarlo.
Estas memorias no son un adiós, sino un hasta luego, y más pronto que tarde. No resulta despedida, sino promesa. Habrá Güero para rato.