Jorge Castañeda
15 de junio 2016
La imputación de Cristina Fernández por haber vendido dólares por debajo del precio de mercado para beneficiar a su sucesor en 2015 es la punta del iceberg del nuevo escándalo de corrupción de América Latina. En la lista de acusaciones, juicios y sentencias en la región, Fernández también está bajo investigación por haber entregado contratos de miles de millones de dólares a un constructor antes inexistente, que adquirió extensiones gigantescas de tierra en la Patagonia y hoteles de lujo en la provincia de Santa Cruz por cuenta de la expresidenta. Lázaro Báez, protagonista principal del escándalo de Hotesur, ya ha sido detenido, pero seguirá la marcha de jueces sumisos que dejaron languidecer estas causas cuando Fernández despachaba en la Casa Rosada.
Dicha marcha marca la pauta de una de las grandes novedades en nuestra historia reciente: la creciente intolerancia de las clases medias ante niveles inéditos de corrupción y el uso de esa justificada indignación por opositores políticos para su propio beneficio. En un contexto caracterizado por un letargo económico prolongado y por Gobiernos de izquierda en buena parte de los países latinoamericanos, es fácil comprender por qué se trata de algo novedoso, alarmante para algunos y alentador para otros.
El caso emblemático consiste en la tragedia brasileña. Dilma Rousseff ha debido desocupar la presidencia, por lo menos durante 180 días, quizá para siempre, con motivo de un proceso de destitución institucional. Dilma no es acusada de corrupción personal. Pero sin las revelaciones del caso Lava Jato, del juez Sergio Moro y del conjunto de acusaciones y certezas englobadas bajo el término de Petrolão, no enfrentaría los cargos que se le imputan. Asimismo, de no ser por el patético estado de la economía brasileña, tampoco habrían prosperado esos cargos. Por último, si la oposición brasileña no se hubiera envalentonado, gracias a casi 14 años fuera del poder, a un milagroso acercamiento al retorno en 2014, y a una movilización callejera sin precedentes, Rousseff tampoco habría sido defenestrada constitucionalmente. Lo que acontece hoy en Brasil es la suma de todos estos elementos.
Pero en todos estos casos, detrás del andamiaje jurídico se perfila el triple fondo político y ético: ellos robaron para la corona, es decir, para mantenerse en el poder. La gente no lo toleró; y la oposición se aprovechó. En ausencia de este comportamiento corrupto, ¿habría funcionado la perpetuación en el poder de un partido, de un matrimonio, o de un solo gobernante en otros casos análogos? Es difícil saberlo, el ejercicio contrafactual es imposible.
Sí sabemos que lo de Brasil no es un “golpe de Estado” ni un acto opositor ilegítimo en un país con un sistema semihíbrido, donde la multiplicidad de partidos y la existencia de un procedimiento expedito de juicio político alienta a cualquier oposición a utilizarlo. Los intentos de destitución legal de un mandatario son lo propio de la democracia y de la vocación opositora. No se entiende cómo los partidarios de la revocación de mandato, por ejemplo, se indignen ante un procedimiento constitucional ciertamente legislativo, pero no menos legítimo.
La pregunta podría ser si lo mismo va a comenzar a gestarse en otros países. En Guatemala ya aconteció. En Nicaragua difícilmente sucederá algo, aunque la corrupción detrás del ficticio canal interoceánico tal vez sea, en términos per capita, la mayor de todas. En El Salvador la corrupción del anterior mandatario electo bajo el emblema del FMLN ya había sido divulgada, pero ahora, con la detención en Brasil de João Santana, el gurú de campañas de la izquierda latinoamericana, saldrán a relucir más datos. En Panamá, el actual Gobierno ha procesado en ausencia al expresidente Martinelli. En Perú, cualquiera que sea el vencedor de la segunda vuelta se verá obligado a investigar, y en su caso a procesar, al mandatario saliente y a su esposa. En Chile, la nuera de Michele Bachelet, y parte de la clase política, han sido acusados de diversas fechorías, basadas en anacronismos jurídicos, con fines claramente políticos, pero en algunos casos con fundamentos reales.
El capítulo venezolano encierra las paradojas más dramáticas y arrojará los peores ejemplos de corrupción una vez que se sepa lo ocurrido durante el chavismo. Las fortunas acumuladas por los nuevos magnates bolivarianos solo tienen como parangón las increíbles privaciones que padecen los habitantes de uno de los países más ricos del mundo en recursos naturales. La hecatombe venezolana llegará a su desenlace, y aunque la corrupción de sus autoridades no desempeñará un papel central en lo inmediato, en el ajuste de cuentas con el pasado será decisiva. Hugo Chávez llegó al poder en 1998 denunciando, con toda razón, la corrupción infinita del pacto de Punto Fijo; la de sus correligionarios, mientras estuvo en vida y después, no fue menor.
Huelga decir que el asunto no es privativo de la izquierda. Esta se encuentra en el poder en varios países de la región y por tanto buena parte de la ira social se dirige en su contra. El caso de México demuestra la omnipresencia de los escándalos de corrupción, con Gobiernos de izquierda, de derecha o de identidad ideológica difusa. El Gobierno del presidente Peña Nieto ya ha sido consignado a la historia por el estigma de la llamada casablanca, la residencia adquirida por su esposa gracias a facilidades otorgadas por uno de los grandes contratistas de estos años. Pero ahora esto parece lo de menos.
El deseo de Peña Nieto —bien intencionado o cínico— de ver aprobadas por el Congreso mexicano leyes eficaces contra la corrupción se ha topado con la resistencia —feroz y cínica también— de su propio partido y de la oposición. La llamada ley 3 de 3, que obliga a servidores públicos y a candidatos a divulgar sus bienes, ingresos e intereses, se ha visto enmarañada en una madeja de objeciones leguleyas. A dos años de las próximas elecciones, Peña sigue a tal punto manchado por los escándalos de corrupción (y de violaciones a los derechos humanos) que difícilmente escapará a la creación, por su sucesor, de sendas comisiones de la verdad con apoyo internacional.
En los años ochenta, cuando se efectuaron la mayoría de las transiciones democráticas en América Latina, muchos pensaron que los males endémicos de la región comenzarían a desvanecerse en forma automática. No fue el caso. La violencia y la desigualdad persisten, aunque hayan disminuido en algunos países. La corrupción se encuentra más presente que nunca, incluso bajo Gobiernos conducidos por partidos o líderes de izquierda, que se vanagloriaron de que ellos nunca incurrirían en las odiosas prácticas de sus verdugos o represores: las élites latinoamericanas. Resultó que sí.