Jorge Castañeda
Si Andrés Manuel López Obrador hubiera ganado la elección presidencial en 2006 —o, lo que da lo mismo, si le hubieran reconocido su triunfo “legítimo”—, no sabemos si se habría vuelto un peligro para México, o un miembro más del ALBA castro-chavista, o un echeverrista trasnochado. Pero sí conocemos el país que hubiera recibido, o el que Fox le hubiera entregado.
Era un país más o menos ordenado. El crecimiento económico era mediocre, pero sostenido. La inflación, la deuda pública, el tipo de cambio, la inversión pública, se encontraban bajo control y en niveles convenientes. Existía un problema político importante en Oaxaca —la APPO—, pero nada más (el plantón y el pleito de AMLO vendrían como consecuencia de la elección). El ánimo social no era pesimista; el propio Fox mantenía índices de aprobación muy aceptables. La violencia se acercaba a sus cifras más bajas en la historia del México moderno (medida en homicidios dolosos por 100 mil habitantes) y la corrupción seguía a la baja, sin haber sido erradicada, pero sin grandes escándalos o indignantes verdades reveladas. Sin desaparecer ni mucho menos (recuérdese el caso de Atenco de 2006), las violaciones a los derechos humanos descendían. El entorno internacional (casi dos años antes de la crisis de 2008-2009) se presentaba tranquilo, después del principio del fin de la guerra de Irak y la reelección de Bush.
En otras palabras, el margen de maniobra o de error de AMLO era amplio. Tenía espacio para cometer errores, para improvisar, para experimentar o para traducir en políticas públicas su demagogia provinciana. Hoy no solo no es el caso, sino que prácticamente todos los indicadores se hallan en las antípodas de esa lejana foxilandia de 2006. Si AMLO ganara en 2018, como todo lo parece indicar, recibirá de Peña Nieto un país en condiciones muy distintas: desastrosas.