Jorge Castañeda
En la víspera de la elección norteamericana y con la cuasi certeza que la bala pasó cerca pero no dio en el blanco, Hillary Clinton ganará y será la próxima presidente de nuestro vecino del norte. Un primer balance de una de las campañas más largas de la historia reciente de Estados Unidos trae tristes reflexiones. Por desgracia, es probable que estas sobrevivan a la derrota de su origen y del carácter de su abanderado y perduren en el comportamiento de la sociedad norteamericana. Trump es el culpable de todo lo que vendrá.
De varios decenios para acá, la llamada corrección política se volvió un modo de ser de la vida social norteamericana: empresarial, mediática, jurídica, académica, de la sociedad civil. Siempre encerró contradicciones. Excesos, intransigencia, dogmatismo. Pero al final, para muchos de quienes la seguimos de cerca, la supuesta intolerancia progresista norteamericana representaba el mejor antídoto ante los embates de la exclusión también intolerante de ese país. Con Trump, eso se acabó.
Esta campaña legitimó el discurso extremista de una parte de la sociedad norteamericana. El miércoles, sesenta millones de votantes de ese país, más otro tanto que no sufragaron, de repente se vieron en un espejo. Descubrieron que sus sentimientos racistas, xenófobos, misóginos, anticlericales (islámicos), proteccionistas y ultranacionalistas no eran tan minoritarios, tan reprobables, ni tan inadmisibles en sociedad, como se les había hecho pensar. De la noche a la mañana esos sentimientos se volvieron respetables, aceptables, tolerables.
Los medios norteamericanos más sofisticados han utilizado el término de “normalización” para describir este fenómeno. Puede o no ser el óptimo, pero refleja el sentido de la tendencia. Ya se vale ser antimexicano, antimigrante, antiislámico, antifeminista, antitodo. Prefiero la noción de legitimar: significa que palabras, conceptos, incluso sentimientos anteriormente impresentables se volvieron socialmente admisibles.
A la larga, la fortaleza democrática de la sociedad norteamericana podrá contrarrestar esta tendencia. Pero durante los próximos años, tengo la impresión que la mayoría de los integrantes de esa sociedad pensará que el lenguaje de la exclusión se transformó en un discurso “normalizado”. Se volvió legítimo.
En México, esta terrible deriva nos ofrece varias enseñanzas. No hay nada ganado para siempre, en la opinión en Estados Unidos, en el sentimiento profundo de esa sociedad. Habíamos comenzado a contrarrestar el discurso antimigrante y antimexicano (no son lo mismo). Ya no: se validó, por lo menos para la mitad del electorado. Y segundo, en nuestro país, la utilización de ciertas palabras –“mafia”, “gringos”, “indios”, “nacos”, “prietos”, “chinos”, “judíos” – tiene consecuencias. Su estigmatización social –no su prohibición jurídica– reviste grandes ventajas para cualquier sociedad tan diversa como la norteamericana… y la mexicana.