Jorge G. Castañeda
La reunión extraordinaria de ayer del Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos (OEA) abrió un dilema para varios países, sobre todo los más importantes del hemisferio: Brasil, México, Argentina, Perú, Colombia, Estados Unidos y Canadá. Una vez logrados los votos para que hubiera una reunión de esta índole sobre el tema de Venezuela, comenzaba una disyuntiva. O bien los países que suscribieron una declaración la semana pasada sobre la gravedad de la situación en Venezuela y pidieron la liberación de los presos políticos en ese país, así como la celebración de elecciones en un plazo indefinido, podían insistir y endurecer su postura; o bien podían mantenerla relativamente diluida o incluso debilitarla aún más para poder cosechar los 18 votos necesarios para una resolución con ciertos dientes.
En el fondo, la discusión es relativamente sencilla, aunque la ecuación de votos y geopolítica no lo es. El secretario general de la OEA, Luis Almagro, planteó en su segundo informe sobre Venezuela un diagnóstico y un remedio relativamente claro: existía ya una situación de virtual dictadura en ese país junto con una crisis humanitaria; se justificaba plenamente la aplicación del artículo 21 de la Carta Democrática Interamericana y, en caso de que Venezuela no llamara a elecciones, liberara a los presos políticos y cambiara la composición del órgano electoral en 30 días, debía ser suspendida de la OEA.
A esta postura radical, formulada justamente para obligar a países menos radicales a que fueran modificando su postura, se opuso el texto firmado por 14 países la semana pasada que no ponía un plazo, volvía a apoyar la absurda gestión mediadora del expresidente de gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero y mencionaba la Carta Democrática Interamericana sólo en términos muy generales.
Ayer la situación se planteó de manera más tajante. Por un lado, existía la posibilidad, de ninguna manera garantizada, de alcanzar los 18 votos necesarios para aprobar una resolución semejante al texto de la semana pasada, o un poco más diluido; o bien, plantear una posición firme y categórica que incluyera plazos, llamado a elecciones e invocación del artículo 21 de la Carta a sabiendas de que no habría los votos para aprobarla. Cuando mucho podría obtener la aprobación de 12 o 13 países. En buena medida la decisión le corresponde a México, ya sea porque países como Brasil, Argentina y Perú pueden estar de acuerdo, pero no necesariamente se encuentran en situación de hacerlo; ya sea porque Estados Unidos parece estar sintiendo la pauta que marca México, como ha sucedido en el pasado en este tipo de temas.
De las dos opciones, huelga decir que a mí me parece muy superior la segunda: perder para ganar. Un proyecto de resolución tibio, abstracto, conciliador, no va a surtir el menor efecto, ni sobre el gobierno venezolano ni sobre la comunidad internacional en su conjunto ni sobre la evolución futura de la crisis venezolana. En cambio, un texto fuerte, firme, incluso tajante, puede no recoger hoy los votos necesarios, pero sí puede centrar el precedente para una votación ulterior dentro de unos dos o tres meses cuando se siga deteriorando la situación económica, política, social y hasta humanitaria en Venezuela.
Al momento de escribir estas líneas, no sé cuál de estas dos posturas haya adoptado México. Espero que haya sido la segunda. Lamentaría que fuera la primera. Pero es preciso reconocer que a pesar de la posibilidad de una postura a medias tintas mucho se ha avanzado en México al respecto. Si un cercano colaborador de Andrés Manuel López Obrador acusa a Videgaray de ser cómplice de Almagro, algo está haciendo bien Videgaray.
Nota: Esta columna fue escrita antes de darse a conocer los resultados de la votación en la reunión.