Jorge G. Castañeda
Llegó el día fatídico del arranque del Sistema Nacional Anticorrupción para ser instalado formalmente; pero lo fue de una manera totalmente incompleta y trunca. Como dijo Jacqueline Peschard: “el Sistema Nacional Anticorrupción está todavía incompleto, no está nombrado el Fiscal Especial Anticorrupción ni los Magistrados de la Sala Especializada, ni las Salas Regionales del Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa, y que tendrán a su cargo imponer las sanciones administrativas a los servidores públicos que cometan faltas graves”.
Desde luego, los partidos no pudieron ponerse de acuerdo, y el gobierno y el Congreso no pudieron decidir quién debía ser 1) el Fiscal General de la República, 2) el Fiscal Anticorrupción y 3) si se mantenía el pase automático. En una más de las intrigas de este gobierno, se había dado a entender que el presidente Peña Nieto desistió de su afán por nombrar al Procurador General de la República –Raúl Cervantes– como fiscal, mediante el llamado pase automático. En realidad, no hubo tal, y al día de hoy no se ha resuelto ni que sea ni que no lo sea.
Esto nos dice mucho sobre varias cosas. Nos dice algo sobre la renuencia cada vez más clara del gobierno federal a que se puedan instalar instituciones, mecanismos y personas capaces no sólo de perseguir la corrupción hacia adelante en este sexenio y en el que sigue, sino hacia atrás una vez que este concluya. Nos dice algo también sobre la complicidad de los partidos de oposición: PAN, PRD y Morena, que no sólo no han podido imponer algo distinto, sino que no han querido utilizar otras palancas, otras fichas de negociación, para imponer lo que no querían. Los partidos no han querido obstaculizar otras iniciativas del gobierno en la Cámara de Diputados o en el Senado para obligarlo a ceder en la designación de los dos fiscales, el que manda –el general de la República– y el subordinado –el Fiscal Anticorrupción.
Complicidad también de los organismos de la sociedad civil que tanto lucharon –en muchos casos con gran mérito y empeño– para armar un sistema, ciertamente alambicado, en ocasiones incomprensible, pero que sin duda correspondía a las mejores intenciones de las personas que lo construyeron. Y finalmente, para variar, complicidad de los medios de comunicación que no han podido denunciar con suficiente vigor la incapacidad de las instituciones políticas del país de cumplir con los plazos establecidos.
Pero el problema de fondo no es ni el carácter bizantino del sistema ni la reticencia del gobierno ni la complicidad de los partidos y de las instituciones de la sociedad civil, sino la dificultad de avanzar en la lucha contra la corrupción dentro de las instituciones existentes. Dentro de los innumerables enunciantes de la corrupción en México a lo largo de los últimos 30 o 40 años, siempre ha habido quienes piensan que las instituciones existentes y los actores nacionales pueden arrojar resultados en la materia. Y hemos sido muchos otros que siempre hemos pensado, en primer lugar, que con las instituciones existentes es imposible barrer con la corrupción hacia atrás, es decir, reducir la impunidad y por tanto evitar la corrupción de futuro. Pero también hemos pensado que es inconcebible que esto lo podamos hacer sólo con actores nacionales; sin un fuerte apoyo internacional, nada de esto será posible.
Hoy lo que estamos viendo ante el evidente naufragio del SNA es que esas dos tesis parecen ser cada día más acertadas. Con las instituciones existentes, es decir la PGR, –transformada en Fiscalía–, con la Auditoría Superior de la Federación, con la Secretaría de la Función Pública, con lo que hay en México, no se va a poder. Para eso se necesitan instituciones de excepción como una Comisión de la Verdad. Pero tampoco vamos a poder solos los mexicanos. No es cierto. Mejor reconocerlo de una vez, sin apoyo internacional nada de esto va a prosperar. A ver qué día nos convencemos todos.