Jorge G. Castañeda
Para todos los francófilos no puede haber un mejor día que el que el “hexágono” lidió este domingo. A pesar de todas las premoniciones ominosas y de la amenaza real de un auge y eventual victoria de la extrema derecha fascista, antisemita, hipernacionalista y trasnochada de Marine Le Pen, el electorado francés, al igual que en 2002, e incluso que el año pasado, decidió darle la espalda a la tentación populista de derecha para votar en un casi 70% a favor de lo que podríamos llamar posiciones republicanas. El que Emmanuel Macron haya llegado en primer lugar y Le Pen en un segundo sitio, relativamente lejano para criterios franceses, prácticamente asegura el triunfo de Macron en la segunda vuelta y es una garantía de que Francia seguirá siendo gobernada dentro de los parámetros tradicionales, y en particular, como parte de la Unión Europea.
En efecto, la gente tuvo miedo de votar por una postura antimigrantes, antiislámica, antieuropea, antidemocrática y antilaicidad moderada. Sin duda un gran número de franceses están efectivamente molestos, o francamente exasperados por temas como el terrorismo –innegable, pero no atribuible a los extranjeros–, por la presencia de casi un 10% de la población que profesa la religión islámica y en particular una versión cada día más fundamentalista de la misma, y por la lejanía de las instituciones burocráticas europeas. Al igual también que en Estados Unidos, que en el Reino Unido, quizás que en México, sectores importantes de la sociedad francesa están hartos de la tradicional clase política o partidocracia que viene gobernándolos desde hace decenios, de una globalización y políticas de austeridad que han llevado a un desempleo permanente de 10%, y a salarios más bajos y regiones desamparadas. Pero todo eso no fue suficiente para llevar a una especie de neofascismo al poder.
La otra gran lección de los comicios franceses del domingo fue, desde luego, la relativa sorpresa del candidato independiente. Como es sabido, Macron no pertenece a ninguno de los partidos tradicionales franceses y fundó un movimiento llamado “En Marcha”, pero para todos fines prácticos es un candidato independiente. Quizás para las elecciones legislativas en junio podrá formar una coalición de candidatos al parlamento que, de una manera u otra, se presenten como seguidores suyos, pero se trata claramente de un candidato sin partido. Esto traerá dificultades en Francia, a pesar de los distintos instrumentos que el Presidente de la República Francesa tiene desde 1962, pero también le dará un gran bono “antipartidocrático”. Es evidente que el hartazgo con la clase política francesa, con la corrupción de candidatos como Francois Fillon y la propia Le Pen, y el carácter anacrónico o francamente impresentable de Jean-Luc Mélenchon, de la izquierda reagrupada –quien se declaró abiertamente chavista y partidario de que Francia pasara a formar parte del Alba–, hizo que una candidatura independiente surgiera, floreciera y venciera.
¿Significa que esto puede suceder en otros países? Desde luego que no, o más bien si la cancha fuera pareja en otros países, como si lo fue de alguna manera en Francia, entonces si habría esa posibilidad. En Francia los sectores, que no descontentos con las alternativas existentes –derecha republicana, ultraderecha fascista o izquierda dura o partido socialista desacreditado–, no se resignaron a votar por el mal menor, sino que se comprometieron públicamente, tanto intelectuales como políticos y empresarios, por la candidatura independiente. Esta última desde luego que no arrancó la carrera electoral con una elevada intención de voto en las encuestas. Pero conforme iba a avanzando el proceso, logró esas intenciones y se volvió competitiva. En fin, un gran día para Francia, un gran día para la respuesta republicana y democrática al populismo fascista de una dinastía que no debiera haber recibido un solo voto.