Jorge G. Castañeda
Para variar, abundan las teorías sobre quién será el candidato del PRI a la Presidencia. Como ha sido el caso desde 1933 y hasta el 2000, y ahora nuevamente, al tratarse de una decisión personal del presidente en turno, la especulación es tentadora y generalizada. Todos tenemos las mismas posibilidades de adivinarle el pensamiento al que decide y nadie puede argumentar que tiene una teoría más ajustada a la realidad que otras. La diferencia esta vez, como en 1999, es que no se puede asegurar que ese candidato será presidente, como lo fueron todos sus predecesores entre 1934 y 2000.
Dicho esto, va mi propia especulación, tomando en cuenta las versiones que he escuchado de distinguidos priistas, de otra época ciertamente, pero que algo saben de estos menesteres. Ha circulado mucho la tesis de que los aparentes punteros, por razones distintas en la carrera por el cariño/aprobación/confianza de Enrique Peña Nieto, es decir, Luis Videgaray y Miguel Ángel Osorio Chong, no serán los candidatos del PRI por una sencilla razón. No les conviene. Es obvio que ninguno de los dos podría ganar la elección presidencial y, por tanto, ¿qué sentido tendría aceptar ir al matadero? Por ese motivo, dicen algunos, Peña estaría buscando alguna solución milagrosa a través de la cual pudiera convencer a millones de mexicanos que tal o cual miembro de su gabinete en realidad no es gente suya, no es tan priista o malo como los demás. Por mi parte, nunca he compartido esta idea, pero entiendo que haya muchos que puedan simpatizar con ella.
La teoría que me parece más sensata, en cambio, consiste en lo contrario. Que tanto Videgaray como Osorio tendrían muy buenas razones para tratar de ser candidatos del PRI a la Presidencia, aun sabiendo que van a perder. Por varias razones. El candidato del PRI, desde tiempos inmemoriales, comparte con el presidente saliente que lo escogió la tarea de escoger a su vez a los candidatos priistas a las dos cámaras legislativas y a las gubernaturas estatales que se encuentran en juego en el año sucesorio. En el caso del 2018 se trata de toda la Cámara de Diputados, todo el Senado, todas las delegaciones o alcaldías de la Ciudad de México, la Asamblea y ocho gubernaturas. Desde luego que no ganarán todos los candidatos del PRI, pero habrá una bancada priista importante en la Cámara baja, en el Senado, en la Asamblea del DF, en las alcaldías, y algunas de las ocho gubernaturas en juego quedarán en manos del PRI. Su candidato va a ser decisivo en la selección de estas personas, sobre todo si cuenta con la solidaridad, apoyo o complicidad de Peña Nieto. Y ese candidato del PRI, aunque pierda la elección presidencial, será el líder de la oposición priista al siguiente mandato.
Oposición priista que seguramente no será mayoritaria en ninguna cámara, que no habrá conquistado ni siquiera la mitad de las gubernaturas en juego, pero que posiblemente sea la más importante del país. No es una mala situación en la que se encontrarían Videgaray u Osorio en caso de que así sucediera. ¿Preferirían ganar la elección? Desde luego. ¿Puede lograrlo algún priista? Todo sugiere que no. Entonces la verdadera opción para Peña no es ganar con el PRI y un candidato supuestamente competitivo o perder con uno malo, sino perder con un desconocido o escoger no a su sucesor en Los Pinos, sino al jefe de la oposición priista al próximo gobierno de uno u otro partido opositor de hoy. No está mal.