Jorge G. Castañeda
Por fin habrá una reunión bilateral Peña Nieto-Trump en la Cumbre del G-20 en Alemania. Era tiempo. No sólo no la hubo con Trump como presidente-electo, como ha sucedido en múltiples ocasiones (López Portillo-Reagan; Salinas-Bush (padre); Calderón-Obama); no sólo no fue la primera reunión del nuevo mandatario ya en funciones, como la de Fox y Bush (hijo); simplemente no hubo nada.
Las razones son bien conocidas: el fiasco de la visita del candidato Trump a México; las majaderías de Trump poco tiempo antes de la visita programada de Peña Nieto a Washington en febrero; la imposibilidad de asegurar un control de daños mínimo en la agenda, en una posible conferencia de prensa conjunta, o en un hipotético comunicado conjunto aceptable para ambos gobiernos. Y, sobre todo, en las secuelas de la visita. Nadie puede garantizarle a ningún jefe de Estado o de gobierno que no habrá tuits de Trump al día siguiente, o filtraciones de alguno de sus colaboradores contra otros, o versiones de prensa posteriores comprometedoras.
Por eso, no es una mala solución que el encuentro se produzca en las circunstancias descritas, como una de muchas reuniones de Trump (y probablemente de Peña Nieto). Será breve, de preferencia sin preguntas de la prensa, con fotos bien orquestadas y negociadas, y sanseacabó. Pero entonces, dirán algunos, ¿para qué correr riesgos, sobre todo con una opinión pública mexicana tan (correctamente) incendiada con Trump y su gobierno? Porque México no puede permitirse el lujo de no entenderse o de no hablar con Washington, y con este gobierno norteamericano, los subalternos sencillamente no mandan.
La multiplicidad de temas de la agenda binacional es bien conocida. Abarca mucho más que los asuntos espinosos; en realidad, estos últimos son los de mayor importancia, pero de menor número. Obviamente figuran la revisión del Tratado de Libre Comercio; las detenciones y deportaciones de mexicanos en Estados Unidos; el muro; la frontera sur; la guerra contra las drogas y la epidemia de opioides transformada en epidemia de heroína mexicana por las autoridades estadounidenses; Venezuela, Cuba; diversos temas en la ONU, etc. Pero los otros temas son más numerosos y recurrentes, y aunque no necesariamente se manejan a nivel presidencial, el gobierno de Estados Unidos (y el de México) requieren de una clara señal sobre la trascendencia que sus presidentes le asignan a la relación para actuar en consecuencia.
Todo esto ha sido cierto desde la primera visita de un presidente de Estados Unidos a México después de la guerra (Truman a la Ciudad de México en 1947). La diferencia con Trump reside en la increíble desorganización de su equipo, en la falta de líneas de mando, en los pleitos entre todos los funcionarios, y en la ausencia de nombramientos en puestos clave. Ya es público el conflicto entre el yerno presidencial y el secretario de Estado. Es conocida la rivalidad y animosidad entre éste último y el encargado de Seguridad Nacional en la Casa Blanca, y entre todos ellos y el secretario de Seguridad Interior, y entre el representante de Comercio Internacional y el secretario de Comercio. En cada gobierno hay divisiones y pleitos, pero ni tan pronto ni tan agudas como en el de Trump.
No es que después de Hamburgo el presidente-empresario se vaya a hacer cargo de la relación con México, y ponga orden entre sus colaboradores. Son demasiados los casos, desde Qatar hasta China, donde sabemos que los efectos de las cumbres con Trump resultan más efímeros que sus tuits. Pero de algo servirá y, sobre todo, le permitirá a todos los optimistas beatos de ambos lados de la frontera mantener y fortalecer su entusiasmo y el tipo de cambio, mientras compran dólares baratos e invierten en Estados Unidos. Unos meses más de optimismo bien valen una foto, buena, mala o regular.