Jorge G. Castañeda
A estas alturas es vox populi la conclusión que sacó el gobierno de la elección del Edomex. Con un candidato correcto –sin más–, recursos ilimitados, y la división de los partidos opositores –de preferencia con candidatos mediocres– el PRI gana. A escala estatal, o nacional. Por lo tanto, conviene reproducir esa estrategia en todo el país, el año entrante, para vencer a López Obrador, el único contrincante peligroso, aunque sea de panzazo, al igual que en el Estado de México.
Aclaro que albergo enormes dudas sobre la eficacia de esta estrategia. Pero sí pienso que es la de Los Pinos. Implica, para empezar, que el PAN vaya solo a la contienda y, en segundo lugar, al igual que en el Edomex, con una candidata incapaz de ganar, más bien susceptible de derrumbarse, pero sin desaparecer por completo, conservando algo así como el piso de Acción Nacional: Margarita Zavala Calderón. En tercer término, el esquema presupone que el PRD también se presente al electorado sin coaliciones o aliados significativos (Movimiento Ciudadano o el PT no importan), con un aspirante viable, que, sin embargo, no llegue a ser competitivo, pero que impida que todo el electorado perredista se corra hacia Morena: Miguel Ángel Mancera.
Enseguida, sería necesario que contiendan un par de independientes atractivos, que puedan reunir entre ambos de ocho a diez puntos porcentuales, sin despuntar, ya que cada uno le coloca un techo al otro. Y, por último, un candidato del PRI que, sin ser Bill Clinton o Barack Obama en campaña, no provoque escisiones ni brazos caídos o resentimientos, asegure cicatrices duraderas y goce del apoyo completo del Estado mexicano, a la vieja usanza.
Este conjunto de ingredientes deben garantizar un PRI, cualquiera que sea su candidato entre los posibles, en casi 30%, y un AMLO que no pase de esa misma cifra. En el empate, creen, gana el PRI, gracias al par de puntos que siempre puede arrebatar el día de los comicios. Yo pienso que aún si esta estrategia se consumara, le haría el juego a López Obrador, y no al gobierno. Esto es discutible, pero es lo de menos. El error consiste en establecer de entrada una ecuación que sencillamente no cuadra.
La tasa de aprobación de Peña Nieto en el conjunto de encuestas públicas oscila en torno a la barrera del 20%. Se trata también del piso histórico del PRI: cerca del 22% del voto que obtuvo Roberto Madrazo en el 2006. Por tanto, para que el candidato priista –e insisto: no importa cuál; eso sólo les interesa a los fieles de ese partido– pueda emparejarse con AMLO, debe aumentar en 50% su voto: pasar de los 20% de EPN hoy, o los 22% de Madrazo ayer, a los 30% de Andrés Manuel mañana. ¿Por qué habría de suceder eso?
A priori, no existe razón alguna. La popularidad de Peña difícilmente subirá; ni Duarte ni los socavones le ayudan. El candidato del PRI, con una excepción, difícilmente adquirirá una personalidad propia en tan poco tiempo, sobre todo cuando toda la oposición se dedicará a tildarlo de títere del propio Peña. Y el deslinde no será como en los tiempos del viejo PRI, del dedazo y de los ritos sucesorios siempre más conflictivos de lo que se esperaba. ¿Cómo le harán un Nuño, un Osorio, un Meade o un Narro para explicar que siempre no son tan empleados de Peña ni tan admiradores suyos? Pero en todo caso, he ahí el reto: pasar de los 20% de EPN, a los 30% necesarios para ganar. Good luck.