Jorge G. Castañeda
El aparente resultado de las elecciones regionales en Venezuela este pasado domingo muestra que cualquier esperanza de un desenlace bienaventurado de la crisis de aquel país en el corto plazo es ya lejana. En parte, debido a la división de las fuerzas opositoras –algunos sectores de la MUD participaron en la elección para gobernadores, y otros no–, en parte por el fraude electoral generalizado, que llevó a cabo el gobierno de Nicolás Maduro, no sólo a la priista, sino llevando las tradiciones mexicanas a nuevos niveles de excelencia, y en parte por un cierto cansancio probablemente de la oposición en su conjunto, Maduro pudo decir que se llevó 17 gubernaturas y perdió sólo 5. Más allá de la decepción opositora, y del hecho que incluso de haber ganado más gubernaturas, el poder en juego era exiguo, podemos concluir que la permanencia de Maduro en el poder será un asunto de mediano plazo.
Había la posibilidad, hasta mediados del verano, que las manifestaciones en la calle y las trágicas muertes provocadas por Maduro y sus “colectivos” provocarían algún tipo de derrumbe del gobierno: o bien por la calle, o bien por la presión internacional, o bien por la división de las fuerzas armadas que concluirían que ya no era viable el régimen. Pero nada de eso sucedió en aquel momento. Ahora es más improbable que nunca, ya que las manifestaciones callejeras desaparecieron, la presión internacional sigue vigente pero no basta, y no parece haberse abierto ninguna grieta dentro del estamento militar venezolano.
Sólo queda la presión internacional a mediano plazo. Para que surta efecto, en primer lugar, es absolutamente indispensable que Donald Trump cese cualquier ataque verbal o amenaza explícita al gobierno de Maduro, como lo hizo hace algunos meses, imposibilitando así la posible fractura del ejército. En segundo lugar, las sanciones deben ser universales, es decir, provenir de Estados Unidos y Canadá, de toda América Latina y de la Unión Europea. De faltar esa universalidad, difícilmente se puede esperar un efecto decisivo que no tarde años en producirse. Para ello, es absolutamente clave la decisión que pueda tomar la Unión Europea en los próximos días.
Esta decisión depende básicamente de tres vertientes. La primera es que los principales países latinoamericanos, agrupados en el llamado Grupo de Lima, y que incluyen desde luego a Argentina, Brasil, México, Colombia, Chile y Perú, se presenten en un frente unido ante Bruselas para legitimar las sanciones europeas, a través de sus propios actos en ese mismo sentido. Las sanciones latinoamericanas no surtirán mayor efecto, salvo quizás en el caso de Brasil y de Colombia, pero sí pueden ser fundamentales para convencer a los europeos. En segundo lugar, para que la Unión Europea aplique sanciones económicas a Venezuela, es obligatoria la unanimidad: los 28 países, ya sin Inglaterra, deben aceptarlas. Hasta ayer existía un veto: el del gobierno de Alexis Tsipras, en Grecia, y de su partido Syriza. Seguramente ese veto explica el paso del Primer Ministro griego por la Casa Blanca, justamente ayer. El tema central del cual seguramente conversaron Trump y Tsipras fue Venezuela, fueron las sanciones europeas y fue la necesidad de que Grecia coopere en esta materia. Es difícil saber por el momento cómo reaccionó el gobernante de izquierda, amigo de Maduro. Asimismo, la lógica de diversos viajes de diplomáticos latinoamericanos, desde el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, y hasta de Luis Videgaray a Europa en estos días, responde también a la necesidad de convencer a varios países, pero principalmente a Alemania, Francia e Italia, que convenzan a los griegos de levantar su veto. Sin ello no hay sanciones posibles.
De suceder todo esto, el régimen venezolano se debilitará a mediano plazo. En algún momento, dejará de poder pagar el servicio de su deuda externa, sobre todo si los chinos y los rusos dejan de ayudarle. En algún momento su capacidad de importar alimentos llegará al límite; y en algún momento la incapacidad de realizar transacciones financieras en cualquier parte del mundo hará inviable por completo su economía. Y eso nos lleva a la tercera y última vertiente.
Hasta donde sea posible, las sanciones económicas deben evitar efectos desastrosos para la población venezolana que ya ha sufrido lo suficiente. Por eso sería importante que dichas sanciones se acompañaran de una ayuda humanitaria, dirigida directamente a los sectores más desfavorecidos de Venezuela, y que las sanciones sobre todo se dirijan a impedir la importación, la compra o el pago de bienes y servicios no vinculados directamente a las primeras necesidades de la gente. Nada de esto es sencillo, pero más difícil será seguir lidiando con un gobierno que cada día se parece más a una dictadura.