Jorge G. Castañeda
De acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, en septiembre se produjeron dos mil 184 homicidios dolosos en todo el país, una cifra superior a la de agosto y a la de julio, aunque ligeramente inferior a la de junio. Con estos datos van 18 mil 505 homicidios dolosos en todo el año, 23 por ciento más que en 2016 y 6.0 por ciento más que en 2011, el año más sangriento en lo que va de la guerra de Calderón y Peña. Si más o menos proyectamos estos datos para este año en su totalidad, llegaremos probablemente a unos 25 mil homicidios dolosos; es decir, más o menos 23 por cada 100 mil habitantes, casi tres veces del punto más bajo de la historia moderna de México, que fue en 2007.
Estas cifras no lo dicen todo. En un espléndido reportaje de Ricardo Pérez en Reforma, el día 20 de octubre el periodista nos cuenta lo que sucede con los miembros de las Fuerzas Armadas en el triángulo dorado, cerca de Guachochi, en el corazón de la sierra Tarahumara, buscando erradicar sembradíos de adormidera o amapola. Se trata del personal de la 42 Zona Militar, que según dicen los mismos soldados, destruyen unas 300 plantaciones cada día. Cito: “Los hombres bajo el mando del teniente Luis Enrique Trujillo llevan un mes viviendo en un campamento enclavado en el bosque de coníferas; los días los pasan esperando los mensajes en el radio, con las coordenadas de los plantíos detectados en sobrevuelos de helicópteros. Recibieron incluso el otro día una nota escrita en papel con algunos errores de ortografía, evidentemente redactada por los campesinos de la zona, que pidieron que por favor no les destruyeran sus cosechas; y que no tenían ni para comer sus hijas ni traen zapato”. Se sabe además que, como los narcos suelen pagar las cosechas por adelantado, si el Ejército las destruye, el campesino debe dos cosechas, la destruida y la que sigue.
Los militares dicen que “estamos haciendo un bien a México… es por el bien de México para que esta droga no llegue a los jóvenes”. En otras palabras, cientos de soldados y oficiales del Ejército mexicano pasan meses en la sierra Tarahumara destruyendo plantíos de amapola, empobreciendo a los campesinos de la zona, para que la droga, que para todos fines prácticos, no se consume en México, no llegue a jóvenes mexicanos que nunca la han visto ni verán, y a quienes les da enteramente lo mismo si las Fuerzas Armadas están haciendo bien o mal ese trabajo.
En realidad los militares son, en el mejor de los casos, ignorantes, y en el peor de ellos faltantes a la verdad. No están destruyendo plantíos de adormidera para que la droga no llegue a los jóvenes mexicanos. En realidad, la están destruyendo para que no llegue a los viejos norteamericanos, quienes en efecto están ahora padeciendo una epidemia de opioides en una escala no vista anteriormente.
La gran pregunta que debemos hacernos todos los mexicanos, sobre todo a ocho meses de las elecciones presidenciales, es si tiene sentido que sigan subiendo las cifras de homicidios dolosos y sigamos gastando dinero en destruir plantíos de amapola para que decenas de miles de norteamericanos al año no fallezcan a raíz de sobredosis de distintos opioides (de ninguna manera sólo por heroína mexicana); o si el costo lo deben pagar Estados Unidos de una manera o de otra: legalizando bajo una estricta supervisión médica la utilización de la heroína para fines médicos o para adictos certificados, sobre todo si buscan dejar atrás su adicción mediante el uso de sustancias como la metadona.
¿Acaso queremos seguir llevando a cabo una guerra tan violenta como la nuestra en pro de los barrios de la Unión Americana dónde se consume esa heroína? Lo que no queda para nada claro es por qué ponemos nosotros el dinero, los muertos y la pobreza de los campesinos, mientras que los norteamericanos en principio no ponen nada.