Jorge G. Castañeda
En 1987, Miguel de la Madrid concluyó que no debía remover a Manuel Bartlett de la Secretaría de Gobernación, aunque hubiera perdido en la contienda tácita para sucederlo. Pensó que Bartlett se entendería bien con Carlos Salinas, el ganador, y que prefería a un hombre “leal” y conocedor de la nueva ley electoral, a un improvisado o desconocido. Lo demás es historia. Como cuenta Salinas, Bartlett era el encargado, entre otras cosas, de los partidos paleros y los dejó sueltos. Primero el PARM, luego el PPS y el llamado Ferrocarril postularon a Cuauhtémoc Cárdenas para la presidencia. Como lo muestra un magnífico estudio de Francisco Cantú, resumido en un breve artículo en Nexos –A la luz de las actas: Un análisis de la elección presidencial de 1988– nadie puede asegurar la victoria de Salinas con datos en la mano.
En parte por eso, el propio Salinas, en 1993 decidió mover a Manuel Camacho, aspirante derrotado por Luis Donaldo Colosio, del DF a Relaciones. En la Ciudad de México, un Camacho resentido le hubiera podido jugar rudo a Colosio; desde la SRE resultaba inofensivo. Después vino el alzamiento en Chiapas, la designación de Camacho como comisionado para la paz, y los dolores de muelas, de cabeza y de lo demás que le infligió a Colosio hasta la víspera de su muerte. La lección es clara. En el viejo juego de la sucesión priista, no hay perdedor leal o solidario: sólo ardidos.
Vía rumores, he escuchado desde hace medio año cómo varios colaboradores cercanos de Peña Nieto se han esforzado de convencer al presidente de defenestrar a Miguel Osorio Chong de Bucareli, una vez que pareció evidente que no sería el candidato de EPN. Pensaban, invocando los precedentes citados, que el secretario de Gobernación no resistiría a la tentación de golpear, por lo menos en una postura pasiva-agresiva, a quien saliera favorecido por la decisión de Peña. Lo negaría hasta la muerte, pero no podría dejar de perseverar en su ser natural (Spinoza) o, cual alacrán fiel a sí mismo, de picar a la ranita (dicho popular mexicano).
Existen buenas razones para suponer –y sólo supongo, no cuento con datos duros– que así fue. Dos ejemplos: la alianza del PES con AMLO, y la coincidencia de la de Nueva Alianza con la prisión domiciliaria dictada por fin a Elba Esther Gordillo. Algunos dirán que me encantan las teorías de la conspiración, y tendrán razón.
El PES tenía dueño, y se llamaba Osorio Chong. Se alió con Andrés Manuel en una hábil maniobra de este último: Elena y Jesusa igual votarán por él, pero los evangélicos de Hidalgo, Oaxaca y varios estados más pueden valer oro. ¿No lo podía evitar Osorio? Si los expedientes que utilizó para amenazar a los dirigentes del PES no bastaban, ¿no había otros? Me resulta difícil de creer que el secretario de Gobernación de un gobierno con la mano pesada, no hubiera podido tirar esa alianza.
Lo de Elba Esther es más retorcido. Se ha interpretado la coincidencia ya mencionada como prueba de un quid pro quo entre el PRI y su presa del sexenio. A cambio de convencer al Panal de apoyar a Meade, se le concedió la casa por cárcel a la maestra. No me cuadra la explicación. Aunque hablo poco de política con Elba, y evito temas polémicos, como las comprensibles críticas de Ricardo Anaya a Felipe Calderón por el poder que ella alcanzó durante su sexenio, creo entender que alucina a los actuales líderes del Panal, y que el sentimiento es mutuo. Dudo que impere comunicación alguna entre ellos y Elba.
Por otra parte, Nueva Alianza no tenía dónde ir, más que con el PRI, una vez que el Frente se negó a recibirlos. Solos, y sin el apoyo del SNTE que Elba Esther les arrimó desde 2005, perdían el registro. ¿Entonces? Hipótesis: Osorio juntó en el tiempo dos hechos completamente separados –la alianza y el regreso de Elba a su casa– para golpear a Meade. Aparece el ya groggy candidato del PRI como el responsable de una jugada odiosa del gobierno: ‘liberar’ a Gordillo a cambio del apoyo de ‘su’ partido a la candidatura priista. ¿Que Osorio no es capaz de tamaña travesura? Pregúntenle a Bartlett.