Jorge G. Castañeda
Sólo en México puede haber una precampaña, una intercampaña y una campaña para elegir a un presidente. Y sólo en México se pueden redactar leyes y aprobarlas, para que sean violadas por inviables. Como ahora toca, según esas leyes absurdas, reflexionar sobre los candidatos, hagámoslo, en el entendido de que los datos de los cuales disponemos no cumplen con todo el rigor que desearíamos.
Partiendo de las encuestas disponibles, de las columnas filtradas y de las que reflejan una opinión basada en información más o menos seriamente recabada, distingo tres tesis. Primero, Andrés Manuel López Obrador lleva una ventaja de entre seis y 10 por ciento, dependiendo sobre todo de la manera en que se reparten los indecisos en las encuestas, y si en el trabajo de campo se reponen realmente los rechazos. No crece su margen de triunfo, pero tampoco disminuye. Si pudiera replegarse a Tabasco cuatro meses y callarse, ganaría sin mayor duda. Pero aún en campaña permanente, ha cometido menos errores que en el pasado, o de los que sus adversarios esperan, en ambas acepciones de la palabra. Si le apuestan a sus descalabros para ganarle, se van a equivocar. Los mercados también, de otra manera: una cosa es que descuenten su victoria, otra es que piensen que “no pasará nada”. Habrá una corrida contra el peso, se disparará la inflación y se congelará la inversión privada, nacional y extranjera, durante un par de años por lo menos.
Ricardo Anaya en buena medida se ha ceñido al guion que escribió. Ha concentrado sus baterías y sus ojivas en el candidato del PRI; ha aprovechado el tiempo para construir una figura pública de cierto tipo (‘humana’, whatever that means); ha procurado cicatrizar heridas dentro de los partidos del Frente, y entre ellos. Si le creemos a las encuestas, se ha posicionado en un segundo lugar aún no definitivo, pero sólido, con una ventaja de más de cinco puntos sobre el candidato del PRI. Si llega a los debates de abril, mayo y junio con menos de 7.0 por ciento de desventaja, puede ganarle a AMLO gracias a su superioridad en la esgrima verbal, aunque se puede generar allí una trampa de expectativas. Su debilidad es obvia: equipo de campaña, equipo y programa de gobierno, buscar proactivamente el voto útil del PRI a tiempo y con eficacia.
José Antonio Meade padece la crisis de muchos de los candidatos del PRI, por lo menos desde Luis Echeverría, en 1976: seré o no seré. Por mi parte, creo que no existe ninguna posibilidad de que Enrique Peña Nieto lo sustituya, pero no dudo un momento que en la cabeza del grupo de Meade ronda el fantasma de la sustitución. Mientras no llegue la fecha fatídica del registro ante la autoridad electoral, la mera idea de un deslinde con o sin ruptura frente a Peña es impensable, razón por la cual su campaña ‘no despega’. No puede despegar, y en casi todas las encuestas se nota. Y como lo han comentado muchos, y notablemente Jorge Volpi en Reforma, se ve un candidato incómodo, mal en su piel, por ese sencillo motivo. Sin distanciarse del presidente en funciones más impopular de la historia moderna de México, imposible remontar su rezago. Romper antes de tiempo, o incluso a tiempo y con pacto, puede ser fatal. No hay por dónde.
La elección se va a jugar en cinco entidades. Si Enrique Alfaro le entrega sus mismo votos a Ricardo Anaya en Jalisco (tercer padrón del país); si Yunes (hijo) le entrega los suyos a Anaya en Veracruz (cuarto padrón); si la esposa de Moreno Valle hace lo propio en Puebla (quinto padrón); si Alejandra Barrales obtiene un millón de votos en la Ciudad de México, y Anaya, por su cuenta, un millón y medio o 30 por ciento del total en el Edomex, gana. El PRI puede perder las nueve gubernaturas en juego; y AMLO puede ganar si una o más de las condiciones descritas para Anaya no se cumplen. Así están las cosas.