La integración y el anuncio de las listas de diputados y senadores nunca es un buen momento en la política mexicana. Digamos desde 1997, cuando el PRI perdió la Ciudad de México y su mayoría en la Cámara baja, los integrantes de dichas listas han llevado a muchos al llanto, a la desesperación o al cinismo más completo. La oposición ha carecido de cuadros; el PRI recicla a los dinosaurios de siempre; los nuevos partidos se nutren de las deserciones de los viejos partidos; y salvo en el caso de unos cuantos candidatos hoy para el Senado, los independientes aún no logran refrescar, renovar o mejorar el nivel de los legisladores.
Las razones son múltiples, y los políticos con alguna vocación pedagógica debieran tratar de explicarle a la sociedad por qué sus representantes no sólo son tan mediocres, sino por qué saltan unos de un bando a otro, de una cámara a otra, de una generación a otra. Ninguna explicación es exhaustiva, pero algunos elementos son evidentes, y comprensibles. Las aberraciones mexicanas se presentan en todos los países del mundo.
Primer ingrediente explicativo: la no reelección. Los diputados y senadores que elegiremos el 1 de julio son los primeros en ser reelectos desde tiempos inmemoriales. Lo cual encierra una doble consecuencia: el cargo es mucho más codiciado (puede durar doce años, y si uno no quiere, sin trabajar mucho); pero a la vez la reelección permitirá un principio de profesionalización de la clase legisladora (no de la clase política). Sin reelección, a pesar del va-y-viene de una cámara a otra, no hay memoria, especialización o meritocracia. Veremos (o algunos verán) dentro de 12 o 24 años cómo cambian las cosas.
Segundo elemento: México nunca ha tenido una clase política meritocrática. Desde el Porfiriato, y sobre todo a partir de los años cuarenta, el país resolvió en los hechos contar con una clase (o casta) administrativa en ocasiones de lujo, y con una clase política casi siempre execrable. Ninguna madre de buena familia quisiera casar a su hija con un diputado, presidente municipal o gobernador; todas, con un doctorante de los que enviaba Rodrigo Gómez a Yale desde hace tres cuartos de siglo. El resultado: magníficos secretarios de Hacienda, directores de Banco de México, embajadores y administradores públicos, y políticos de sexto mundo.
Tercer factor: en México no hay partidos políticos en el sentido estricto de la palabra. Sé que algunos distinguidos colegas añoran, por ejemplo, la época cuando el PAN “tenía ideología”. Me cuesta trabajo entender cuál, que no fuera una serie desordenada de convicciones conservadoras, un poco simplistas, medio ultramontanas, que, por ejemplo, pueden conducir a la insólita declaración de Margarita Zavala de Calderón: “En mi equipo hay mujeres, hombres y homosexuales”. Andrés Manuel también ha manifestado alguna nostalgia por los tiempos en que el PRI “tenía ideología”: ¿la de Lázaro Cárdenas o la de Miguel Alemán? ¿la de Carlos Salinas o la de Luis Echeverría? Y en el mundo PRD, hay muchos que extrañan una edad de oro de principios y posiciones nítidas. Sólo que no sabemos cuáles, a menos que sean los de Groucho Marx (“estos son mis principios, pero si no les gustan, aquí tengo otros”).
Pedirle a militantes de cualquiera de estos partidos que no se inscriban en la lista de otro partido que no sea el suyo, por la simple razón de que debieran “tener ideología”, es propio de otra época y de otro país. Los que brincan del PAN a Morena, o del PRI al PAN y luego de vuelta, o de Morena al PRD y de regreso, no traicionan sus creencias o posiciones, porque no las tienen. En su caso, abrazan y defienden determinadas causas, y piensan que su lucha por estas últimas será más eficaz en las listas de un partido en lugar de otro. Lo que la gente debe ver son las causas –si existen– y no los colores partidistas bajo los cuales se defienden. Y debe tomar nota también de las consecuencias de los actos de unos y otros: si Peña Nieto mete a Elba Esther a la cárcel, no debe sorprenderle que se alíe con su peor enemigo para vengarse. Lo mismo con Gómez Urrutia, el calderonismo y los desamparados por el Frente que de manera inevitable se desplazarán hacia Morena. Así es la política en democracia. Hay que entenderla y explicarla, no lamentarla.