Jorge G. Castañeda
El miércoles pasado, seis países –cinco latinoamericanos y Canadá– anunciaron en Nueva York que presentarán una solicitud a la Corte Penal Internacional (CPI) en La Haya para que inicie una investigación preliminar sobre crímenes de lesa humanidad de Nicolás Maduro, presidente de Venezuela. Se trata de una decisión trascendental, que rompe con una tradición latinoamericana y con la breve historia de la CPI.
Chile, Colombia, Argentina, Perú y Paraguay pidieron a la fiscal de la CPI, Fatou Bensouda, que iniciara la petición de estos gobiernos, a diferencia de lo que ya emprendió la CPI en febrero. Exigen que se investigue a altos funcionarios venezolanos por violaciones a derechos humanos en ese país. Aunque el proceso se prolongue durante varios años, el precedente así establecido es inédito. En la región que ha vuelto sacrosanto el principio de no intervención, y donde en los 16 años de vida de la CPI no ha abierto ningún caso latinoamericano, ahora viene este paso decisivo por parte de varios países importantes de América Latina. Es un elemento adicional en el proceso de aislamiento de Maduro y del régimen venezolano.
Brillan por su ausencia varios países. Estados Unidos obviamente no podía participar, en parte porque no es miembro de la CPI, porque Trump la ha denunciado más que Bush y Obama, incluso en su discurso ante la Asamblea General de la ONU. Brasil se encuentra en pleno proceso electoral, y resultaría absurdo que el gobierno actual firmara una solicitud que el siguiente equipo gubernamental quisiera borrar en enero. La firma faltante más curiosa y reveladora es la de México.
Desde la salida de José Antonio Meade de la Cancillería, la postura mexicana hacia la crisis venezolana ha ido evolucionando en la dirección que muchos deseamos. Primero, Claudia Ruiz Massieu abandonó el mezquino desprecio de Meade por la oposición a Maduro, recibiendo a Lilian Tintori, esposa del opositor Leopoldo López. A partir de enero de 2017, Luis Videgaray adoptó una postura más moderna, digna y valiente. Pronunció una serie de críticas a las violaciones de los derechos humanos y la falta de democracia en Venezuela, y luego unirse y encabezar el llamado Grupo de Lima, que solo o dentro de la Organización de Estados Americanos (OEA), ha buscado una solución a la crisis en ese país y censurado las repetidas afrentas a los procesos electorales en Venezuela. Desconocieron las elecciones presidenciales de mayo, y han votado a favor de varias resoluciones en la OEA de condena al régimen venezolano.
Por eso extraña la ausencia de la firma de México. Sólo veo dos explicaciones, ambas lamentables. Una es la lógica injerencia creciente del próximo gobierno en estos menesteres. Es bien conocida la indiferencia de Andrés Manuel López Obrador y de Marcelo Ebrard por todo lo que sucede en el mundo, y su fascinación anacrónica y plagada de ignorancia simplista por la no intervención. Es posible que AMLO y Ebrard hayan convencido a Peña Nieto y Videgaray de que ya no fastidien al compañero Maduro.
La segunda explicación podría consistir en la renuencia o franca repugnancia de Peña Nieto ante cualquier cosa que huela a CPI. Puede temer, con o sin razón, que en algún momento grupos que no lo quieren en México –y que abundan– pretendan llevarlo a La Haya por crímenes también de lesa humanidad. Se entendería entonces que no quisiera abrir tentaciones o legitimar un procedimiento. Conoce bien el precedente de Calderón: en 2005 y 2006 grupos adversos a él juntaron las firmas necesarias para presentar un mal caso ante la CPI, que fue rechazado. En parte lo fue por el apoyo del nuevo gobierno –EPN– y su pacto de impunidad con Calderón.
En realidad, Peña Nieto no tiene nada que temer: de la misma manera, el pacto de impunidad entre él y AMLO seguramente le salvará el pellejo. Es una lástima que otra vez nos quedemos atrás en temas como este, pero quizás es lógico: los cinco países latinoamericanos tienen gobiernos de derecha y Canadá ya no es amigo nuestro porque Trump no quiere a Trudeau.