Jorge G. Castañeda
Está muy de moda festejar el gran triunfo de la sociedad civil y de la oposición en el Senado por el rechazo al mando militar de la Guardia Nacional. Se celebra el hecho como la primera derrota de López Obrador, y en la medida en que él sí deseaba una Guardia militarizada, y aparentemente no lo logró, así parece. Pero no estaría tan seguro. Veo tres motivos de escepticismo.
El primero es de naturaleza política. Como sugirió una colega y amiga este fin de semana, un “NO” seco y concluyente de la oposición en el Senado habría revestido mayor simbolismo que la votación unánime de “SÍ”. Entre los iniciados no cabe duda que AMLO y Morena cedieron, o perdieron: no hay, en la Constitución, Guardia Nacional bajo mando militar. Pero una votación lisa y llana, donde Morena y sus aliados votaban a favor de su tesis, y la oposición unida a favor de la suya, y el oficialismo perdía, tal vez hubiera encerrado mayor significado.
Una segunda duda abarca la verosimilitud de la decisión del Senado, y esta semana, de la Cámara de Diputados. Subsisten varias incógnitas. Algunas involucran disposiciones propias de la legislación secundaria. ¿Dónde se radicará el presupuesto de la Guardia Nacional? ¿En la SSP o en Sedena? El comandante, o jefe, ¿será militar, en retiro o en activo, como lo insinuó AMLO, o civil, como lo entiende la oposición? Los transitorios, y en particular el quinto, ¿acaso no son lo esencial de lo que buscaban el presidente y el Ejército? En el fondo, la aprobación de la Guardia Nacional ¿no significa una ratificación de la estrategia de Calderón y de Peña Nieto de combate al narcotráfico y al crimen organizado? Los senadores tal vez aceptaron una cortina de humo al final procedimental –con qué instrumentos se combate al narco– para dar un visto bueno tácito a lo sustantivo: perseverar en la guerra contra el narco, la misma que empezó en diciembre de 2006.
El tercer motivo de incredulidad se refiere al fondo mismo de la creación de una policía nacional, civil y, en los hechos, sustitutiva de las policías estatales y municipales, todas ellas inservibles. En enero de 2018, cuando por primera vez los colaboradores de AMLO mencionaron la idea de la Guardia Nacional, me pronuncié a favor. Lo contrario hubiera sido incongruente. Desde 2004 he insistido en la necesidad de crear una policía nacional única, sustitutiva de las demás, siguiendo el modelo chileno, colombiano o canadiense (en menor medida). He sostenido desde entonces, ya después en compañía de Aguilar Camín, que nunca podremos emular el modelo estadounidense de policías estatales y municipales por una sencilla razón fiscal. Si los municipios y estados no recaudan (el predial es una miseria, y los impuestos estatales son un chiste), no puede haber instituciones de municipios y estados que funcionen. El que paga la orquesta, pone la música (aunque sea espantosa).
Una Guardia Nacional grande y civil –de por lo menos 150 mil efectivos; Colombia tiene 170 mil, con la tercera parte de nuestra población– es una policía nacional con otras palabras. Por lo tanto, quienes siempre hemos pensado que no existe otra solución para México, debemos aplaudir. Pero de allí surge la siguiente pregunta: ¿para qué tanto brinco si el suelo está parejo? Ya teníamos, desde 1999, un embrión de Policía Nacional: la PFP que creó Zedillo, que mantuvo y mejoró Fox con Alejandro Gertz, y la que hicieron crecer Calderón (más) y Peña Nieto (menos), con toda la corrupción que se quiera.
No se entiende entonces para qué cambiarle de nombre, de uniforme, de estatuto constitucional, si en el fondo es lo mismo. La Guardia, al conformarse y crecer, lo hará con la PF, la Sedena y Semar: igual que antes. Les pagarán mejor, los formarán mejor, los equiparán mejor, enhorabuena. Le pregunto a mi amigo Gertz (desde hace treinta años): ¿No es lo mismo?