Jorge G. Castañeda
El miércoles por la noche se divulgaron las cifras de violencia para el mes de febrero, el tercero del sexenio de Andrés Manuel López Obrador. Con matices y diferencias entre homicidios contabilizados por víctimas o por carpetas de investigación abiertas –la primera cifra es más fiel a la realidad– son devastadoras para el gobierno. Estos sí ya son los muertos de AMLO.
Según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, en febrero tuvieron lugar 2,796 homicidios dolosos, o un promedio de 102.5 diarios, el más alto de la historia, o 15% por arriba del mes de febrero del año pasado. Algunos medios, entre otros el nuevo Granma y lamentablemente esta casa, presentaron los datos del SESNSP de manera maravillosa, digna del realismo mágico: “Aunque los delitos de alto impacto, como el homicidio doloso, disminuyeron en febrero pasado respecto del mes inmediato anterior, el nivel está todavía por arriba del registro de 2018, y ese lapso persiste como la apertura más violenta de año, desde 1997, cuando se inició la estadística en esta materia. (La Jornada, 21 de marzo, página 4)”. El SESNSP seguramente piensa que los mexicanos ignoran que febrero suele tener tres días menos que enero, salvo en años bisiestos, cuando tiene dos días menos.
La Fiscalía General, por su parte, también busca hacernos creer que en algunos estados se redujo la violencia, y que la contabilidad debe darse a partir de las 13 ciudades prioritarias para el régimen, en 9 de las cuales, en menos días que antes, se redujeron los homicidios. Con todas las maromas que se quiera, el primer bimestre de este año fue el más violento de la época moderna, o desde que se cuenta con datos.
No debe sorprendernos, ya que la tendencia anterior, desde 2016, ha sido ascendente, y la política del nuevo gobierno ha sido exactamente la misma que la de los dos regímenes anteriores. No hay día que pase sin que los medios informen de un nuevo decomiso de heroína, cocaína, fentanilo, metanfetamina o de erradicación de sembradíos de mariguana o adormidera en alguna parte de la República. Se presentan las mismas tomas que con Calderón o Peña Nieto: las Fuerzas Armadas destruyendo, quemando o resguardando grandes cantidades de drogas. Siguen desplegadas tropas en las sierras, en las carreteras y la frontera, no para brindarle seguridad a la población, sino para reducir el tráfico o la producción de estupefacientes para Estados Unidos. De vez en cuando se nos quiere espantar con el mismo petate del muerto sobre el aumento del consumo en México, y cuando un funcionario norteamericano alaba la cooperación mexicana en la guerra contra las drogas, se le otorga gran visibilidad en los medios afines al gobierno.
Resulta obvio que el fin de la guerra anunciado por AMLO no ha tenido lugar. La supuesta estrategia de ya no ir por cabecillas, obviamente no ha reducido la violencia, por ahora. Asimismo, la famosa Guardia Nacional, cuya materialización tardará, innecesariamente, no ha surtido ningún efecto en los niveles de violencia. Las supuestas alternativas –legalización de la mariguana, siembra controlada de amapola para producir morfina en México para fines médicos, revisar la participación de México en los instrumentos y organismos de la ONU en Viena– son, por ahora, sólo intenciones de algunos miembros del equipo gobernante. No ha sucedido nada en realidad.
Tal vez con el transcurrir de los meses descenderá la violencia. De 2007 a la fecha, nadie en un puesto de mando ha podido prever cuándo sube o cuándo baja. Las explicaciones oficiales son ex-post, nunca antes de los hechos. Pero no existe un plazo eterno antes de que la ciudadanía se harte de cada vez más muertos, con cada vez menos razones. Si no, pregúntenle a Calderón y a Peña, ninguno de los cuales pudo asegurar la elección de un sucesor de su propio partido, no sólo por la violencia, pero también por la violencia.